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A Roraima sin cordura

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Un guía contó que, vio a la mujer sin nombre bajo la lluvia tan sólo cubierta  por una “bolsita plástica”. Foto: Carmen de Simone

A mediados de agosto, la mujer sin nombre cambió su ruta habitual, de Santa Elena de Uairen a Villa Pacaraima, la primera localidad brasilera de cara a Venezuela y se enrumbó hacia el Roraima, hacia el tepuy en donde se solapan los confines de Venezuela, Brasil y Guyana.

Seguramente, se coló entre los cientos de vehículos que aguardaban en la antigua Estación de Servicio Texaco. Pasó frente al Terminal Internacional de Pasajeros. Anduvo la comunidad de Wará y franqueó –inadvertida- el Punto de Control Fijo de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) conocido como “La Guillotina”.

Alguien la vio sobre la Troncal 10, a la altura de Agua Fría, a 20 kilómetros de Santa Elena, la remota capital del municipio Gran Sabana, en el extremo sureste venezolano. La Troncal 10 es un sendero pavimentado bordeado por sabanas y morichales.

La mujer sin nombre pudo andar  más de 100 kilómetros, a su paso, extraviándose en las miradas ajenas, parando a tomar agua de río, durmiendo tal vez en las churuatas a borde de carretera en Agua Fría, en Jaspe, en Mapaurí, en Yuruaní.

Hay quienes creen que le dieron la cola,  uma carona, pero en realidad su cabello era demasiado sucio, su piel demasiado curtida por el sol y la mugre, su olor insoportable.

Quienes eso creen argumentan que debió pasar en un carro porque, aun sin nombre, logró colarse sobre el siguiente Punto de Control Fijo de la GNB  en San Ignacio de Yuruaní.

Al llegar al cruce de Peraitepuy, debió recorrer los escasos metros planos y encarar la pendiente de granza roja; tal vez, durmió a cielo abierto, se empapó bajo la lluvia y se secó al sol, hasta que sin guía, ni botas, ni sombrero, ni morral de acampar traspasó la comunidad.

Un guía la avistó sobre los 22 kilómetros que llevan desde el asentamiento a la base. Le advirtió que era riesgoso hacer la expedición así: sin carpa, sin sleeping, sin comida, pero ella se hizo lo que era, una loca de parque y siguió hacia la cima.

Otro guía, la vio cruzando el Tek, crecido y con corriente. “Casi se la lleva”, recordó. “Casi se ahoga”. Así que dejó sus turistas en manos de quien le servía de acompañante y la agarró con fuerza. Ella se aferró a la vida. Lo miró a los ojos y le dejó claro que había decidido ir a morir en Roraima, que ese era su problema y de nadie más. Él, simplemente, la dejó seguir.

Llegó a la cumbre alrededor del 21 de agosto, en plena temporada alta.

“Yo vine aquí a morirme, en este sitio”, le dijo a los turistas que intentaron persuadirla de que bajara con ellos. “Yo soy brasilera, vengo de las minas y aquí arriba hay diamantes”, les decía.

Se les presentaba de noche, deambulando entre las carpas. Pero tan pronto como comía y bebía volvía a extraviarse en ese mundo pre histórico, frío, fantástico, de grietas y de neblina.

Una noche más tarde, volvía a aparecer como un espanto inmundo, desandando entre venezolanos, alemanes, japoneses, ingleses y les imploraba frazadas y comida. 

Casi en shock, un guía contó que, a pesar del frío, vio a la mujer sin nombre bajo la lluvia tan sólo cubierta  por una “bolsita plástica”. A la intemperie, a 2 810 metros de altura. Se estremecía.

Alguien sugirió bajarla en helicóptero, pero Protección Civil (PC) argumentó que una persona en su condición no puede volar. Si bien ella jugaba a planear desde las paredes del tepuy.

Once días después, otro guía y su grupo, el hambre y el frío la obligaron a caminar de vuelta. En Peraitepui, una comisión del Centro de Coordinación Policial Gran Sabana, adscrita a Kumarakapay, la subió al cajón de la camioneta pick up y la trasladó amarrada de pies y manos.

La llevaron a Villa Pacaraima. Entonces, las autoridades aseguraron que, aunque efectivamente hablaba el portugués, no era brasilera. Presumieron, por su color, que se trataba de una ciudadana proveniente de un país africano de habla portuguesa.

Se dice que de Brasil volvió por los caminos verdes. Dos días más tarde, la mujer sin nombre, sin nacionalidad, sin cordura, volvió a vagar por la Gran Sabana. Deambulaba entre las comunidades de San Valentín de Chirik Merú, Los Moriches y Kamaiwá, tres asentamientos pemón localizados entre Santa Elena y la línea limítrofe que separa a Venezuela de Brasil.

Dormía al borde la vía, sobre los espacios despejados para la inserción de la fibra óptica de respaldo, envuelta absolutamente en una cobija de Ben 10.

Se levantaba sobre las siete y comenzaba a merodear en un trecho de no más de dos kilómetros, como en un callejón sin salida: a veces, sobre el hombrillo, a veces, sobre los bordes, a veces, como obligándose a caminar pisando la línea entre los canales de ida y de vuelta.

Los de PC intentaron repatriarla: adelantaron gestiones en el Consulado Brasilero en Santa Elena, acudieron a la Casa de la Mujer Migrante en Pacaraima, publicaron varias notas de prensa en los diarios regionales con corresponsalías en la localidad a ver si, por gracia divina, alguien la identificaba o le ofrecía una salida. Nadie logró identificarla.

Al final de la tarde, arrastrando la frazada, la mujer -cada vez más mugrienta- llegaba hasta la panadería de Brisas del Uairén, en busca de pan o de algo de dinero. “Espere afuera”, le indicaban y ella salía sin resistirse.

El 24 de diciembre de 2013, seguramente, lo pasó como de costumbre: sola, entre San Valentín y Kamaiwá; muy probablemente, en los alrededores de la panadería, devorando un pedazo de pan de jamón, divagando entre las docenas de vehículos brasileros que paran frente al hipermercado chino, entre los muchos carros venezolanos que se detienen frente la dutty free y, finalmente, volviendo a su sitio. Se dijo que, ya en Kamaiwá, y casi de noche, la mujer comenzó a andar sobre la raya central, recibió el impacto de un vehículo y la embestida de otro que venía en dirección contraria. Debió morir instantáneamente.

Tránsito Terrestre determinó su muerte por arrollamiento y depositó el cadáver en la pequeña morgue del Hospital “Rosario Vera Zurita”, una habitación con media docena de cavas y capacidad para aguantar los despojos insepultos por no más de dos o tres días. Mientras los familiares de los fallecidos llegan. Mientras los que llegan resuelven.

Pero nadie llegó. Entonces, aún sin vida, la mujer sin nombre y sin nacionalidad, o tan solo su cuerpo, inició una nueva historia de soledad y abandono. Ni el Ministerio Público venezolano, ni el Consulado Brasilero aceptaron responsabilizarse por unos restos sin identificación.

El 30 de diciembre, se decidió ejecutar un entierro sanitario. Pero ni en el cementerio ni en la Alcaldía había quien abriera el hoyo y además faltaba la urna.

Corría el tres de enero cuando el Ayuntamiento entregó la caja funeraria y comisionó una cuadrilla para que participara del sepelio.

Sin tardanzas, los jefes del Distrito Sanitario y de Salud Indígena Municipal se ocuparon de lavarla y vestirla con algunas prendas donadas, con ropa grande porque era alta y fornida. Quizás por eso, por su contextura fuerte y enjuta, quienes mil veces la vieron comentaban que se trataba de un hombre. Decían que era un indigente transformista. Mas, efectivamente, aunque buena parte del pueblo dudara de su feminidad, ella era mujer.

Uno de los médicos que examinó el cadáver supuso que  el consumo de alguna droga debió estimular el crecimiento de bellos en su mentón y en la parte baja de su vientre.

Quienes la asearon y la trajearon se impactaron ante los cayos, casi suelas, de sus pies. Las durezas comenzaban a despegarse a causa del frío de la morgue. A ellos les dio tristeza, ganas de llorar, recordaron a sus muertos recientes.

Finalmente, de limpio y en una caja de excelente apariencia, el cuerpo de la mujer sin nombre y sin nacionalidad, sin documentos y sin vida volvió al cajón de una pick up, tan blanca como la patrulla policial que la detuvo en Peraitepuy.

En el Cementerio de Manak Krü, la comunidad indígena pemón aledaña a Santa Elena, la esperaba su sitio definitivo. Los obreros abrieron la fosa, bajaron el féretro y lo cubrieron con esa mezcla de arena y grava propia de la Sabana.


Nadie oró. Nadie lloró. Un buen hombre le deseó el descanso eterno. “Murió como vivió, sola y punto”, dijo al relatar aquello. Nada diferencia el lugar en donde fue enterrada porque, en definitiva, nadie supo su nombre.





  

Repatriar un cadáver cuesta 1200 reales

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Afortunadamente, consiguieron el dinero y pronto. Por convenio entre las autoridades de salud de ambas fronteras, se estableció un plazo de 48 horas para el retiro de los cadáveres. Foto: Cortesía


Corre la primera semana de octubre y, aún con el trago amargo en la garganta, los familiares de la joven motorizada deben abandonar el Hospital General de Boa Vista y volver a Maurak para juntar entre familiares y amigos 22 mil bolívares o el equivalente a 1200 reales.

Maurak una comunidad pemón fundamentalmente adventista se encuentra aproximadamente a 15 kilómetros de Santa Elena, la capital de Gran Sabana. La muchacha iba a bordo de una moto cuando fue embestida por la muerte. Moribunda dio la batalla.

Seguramente, de inmediato la llevaron al Hospital “Rosario Vera Zurita”, el único hospital venezolano de esta frontera, pero -por algún motivo- fue referida al lado brasilero de la raya.

Probablemente, ameritaba de un especialista, de una tomografía, de exámenes específicos de laboratorio, de la corrección de alguna fractura compleja o del soporte vital que brinda la terapia intensiva. Nada de eso lo hay en el centro de salud venezolano. Tampoco ambulancia.

La trasladaron en la unidad de Salud Indígena hasta Boa Vista, Brasil, a 250 kilómetros de la raya. Allá se dio por vencida.

Entonces, comenzó el cuarto acto de la historia: la búsqueda desesperada de los 1200 reales.Luego, volver a Maurak para juntar la plata. Correr hasta los trocadores de La Planta. Cambiarla a reales. Y, entonces sí, tomar el primer por puesto con destino a la capital de Roraima y cancelar los trámites, los gastos funerarios y el traslado.

Afortunadamente, consiguieron el dinero y pronto. Por convenio entre las autoridades de salud de ambas fronteras, se estableció un plazo de 48 horas para el retiro de los cadáveres. De lo contrario, los servicios de atención brasileros tendrán la potestad de sepultarlos.

Entre enero y los primeros 10 días de octubre  murieron  23 venezolanos procedentes de comunidades ancestrales de la Gran Sabana en alguno de los hospitales roraimenses. Para volver a casa, con su cadáver, los familiares de cada uno debieron cancelar 1200 reales.

Al día de hoy, los venezolanos compran electrodomésticos; los brasileros se abstienen de viajar a Santa Elena; el real sube. Si algún venezolano, pemón o no, muriera hoy en Boa Vista, Brasil, sus familiares tendrían que cancelar en reales el equivalente a 27 600 bolívares por concepto de gastos funerarios y papeleos. Sólo así el cadáver podría regresar a la patria.




La Tuenkarón de Akurimá

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Tosca, de mirada desorbitada, la Tuenkarón de Akurimá brota desde una orquídea en la plazoleta de la redoma, desconcertando, impactando, espantando a quienes pasan. Fotos: Morelia Morillo

En la mitología pemón, Tuenkarón es un ser que vive en las aguas y que, en defensa de su entorno, rechaza la presencia humana.

En Akurimá, una urbanización ubicada al norte de Santa Elena de Uairén, la capital del municipio Gran Sabana, fronterizo con Brasil, Tuenkarón, según se dice, es esa escultura tosca, de mirada desorbitada, que brota desde una orquídea en la plazoleta de la redoma, desconcertando, impactando, espantando a quienes pasan.

La leyenda la describe como una mujer pequeña, joven, de cabellos largos, lacios y negros, similar a una sirena, muy hermosa, muy atractiva para los hombres.

En el libro de Mitología pemón, de monseñor Mariano Gutiérrez Salazar, se indica que Tuenkarón es poco frecuente en la tradición de este pueblo, un ser fabuloso, descrito con cuerpo de mujer, de larguísima cabellera y extremidades de pez.

Tuenkaron aparece, según el autor, al principio de la leyenda de los Makunaima, personajes fundacionales del pueblo pemón, como la mujer que cautivó a Wei, el sol.

Tras rechazarlo, lo ayudó a conseguir una mujer y otra, ninguna de las dos funcionó para él; Wei amenazó con secarle el río; entonces, al extremo, Tuenkarónle envió a Kakó, la mujer de jaspe, compañera definitiva del sol.

En Akurimá nadie sabe, con certeza, quién es, ni qué significa la escultura ubicada sobre la redoma; en Ingeniería Municipal no tienen “idea” de la razón de la extraña figura y en el Instituto Municipal para la Cultura y las Artes (IMCA) se dice, sin certeza, que la pieza está inspirada en Tuenkarón, por ahora, la versión que cobra mayor fuerza.

Los vecinos suman que se trata de un regalo que le fue obsequiado al alcalde, Manuel De Jesús Vallés, por un artista brasilero y que este, agradecido, decidió colocarlo en un lugar especial, la plazoleta, la redoma con jardinería de piedra sembrada de bambú.

Lo cierto: la Tuenkarón de la Akurimá continúa, como la de las aguas del río, espantando la presencia humana; siendo, la de factura brasilera, mucho más vulnerable: aunque no lleva más de seis meses en la plazoleta ya tiene rayas obscenas en espray rojo sobre su torso y le faltan un par de dedos, el anular de la mano derecha y el meñique de la mano izquierda.

El jabón de oro

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Entonces, el emisario embutió el oro en un jabón de olor, el jabón en la jabonera, recibió el pago por la gestión y se esfumó. Foto: Cortesía


El hombre, negro como la noche, llegó a Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana de cara al Brasil, al final del día; su emisario, un ex convicto, recién redimido por Cristo, con algo de experiencia en el negocio del oro, le había conseguido un carro para internarse de inmediato hacia Ikabarú, pero él prefirió refugiarse en el cuartito de los guardias asignados al terminal de pasajeros y continuar su viaje al alba.

Sin afanarse en discusiones, le pagó al chofer -ya contratado- y lo despachó sin ni siquiera estrecharle la mano ni muchos menos mirarlo a los ojos.

Ikabarú, capital de la segunda parroquia del municipio Gran Sabana, se encuentra a 114 kilómetros de huecos, grietas y puentes caídos de Santa Elena, 114 kilómetros que ameritan, al menos, de tres horas de viaje sin contemplar los imprevistos.

Ikabarú es un pueblo minero que vivió sus días de gloria a mediados del siglo pasado y hoy se niega a morir, un lugar de paso en donde por costumbre, ambición o ilusión permanecen los sobrevivientes de los varios  planes de cierre minero promovidos por el Gobierno, la mayoría vive en construcciones precarias con techos de metal sobre calles de tierra.

El hombre viajaba en compañía de un familiar a quien igualmente tan sólo se le diferenciaba la esclera, que es como se llama lo blanco del ojo. Se disponía a multiplicar lo poco que le quedaba de su último viaje a China a donde se fue ataviado con una chaqueta hecha de cocaína, gorra de turista, cámara al cuello y despejando sospechas en perfecto inglés.

De San Félix a Santa Elena hizo 24 horas; por algún motivo, se bajó en el Km 88, en Las Claritas, aproximadamente a 350 kilómetros de Santa Elena, cotejó precios, pesó aquí, miró allá y volvió a subir, como antes, a una buseta Turgar.

Apenas salió el sol, se dispuso a abandonar el cuartito de los guardias y a viajar a El Paují: se lavó la cara, cepilló sus dientes tan blancos como lo blanco de sus ojos, apuró un café de termo  y se enrumbó hacia la parada de los rústicos (carros por puestos) que recorren la ruta entre Santa Elena-Ikabarú. Se desconoce si tomó algo más a manera de desayuno o si se conformó con el tinto tibio y exageradamente dulce propio de los termos de los terminales.

En todo caso, tal vez, le tocó subir a bordo de una Toyota chasis largo pagada con un kilo de oro. Así ocurrió el año: un hombre cambio su carro de dos o tres años de antigüedad por un kilo del mineral del brillo. Esperaba conseguir dos japoneses más de paquete y continuar canjeando, pero el hampa se encargó de anular su ambiciosa estrategia. Dos horas y media más tarde, el hombre llegó a El Paují, mucho antes que su emisario a quien prefirió esperar.

El Paují, a 80 kilómetros de Santa Elena, es un pueblo mestizo: de pemón, de criollos, de extranjeros, de ecologistas, de platilleros, de persistentes empresarios turísticos, de constantes apicultores, de nuevos y viejos mineros.

El Paují nació sobre los años sesenta, en torno al campamento de los obreros del Ministerio de Obras Públicas (MOP), que trabajaban sobre la vía hacia Ikabarú; posteriormente, llegaron algunas familias pemón de sitios aislados y jóvenes citadinos deseosos de hacer una vida al margen de lo tradicional, de desechar lo igual, de crear una comunidad alternativa.

Durante al menos tres décadas, los de El Paují se debatieron entre cuidar de la naturaleza o voltear los ríos y la capa vegetal en busca de oro. Hace aproximadamente cinco años, muchos de ellos resolvieron hacerse ricos; hoy buena parte de esa inmensa sabana está minada de huecos enormes, heridas imborrables dejadas por la remoción de la capa vegetal mediante equipos de potente cilindrada; la arena rellenó la poza Paují y los jóvenes pemón le exigen el máximo a sus motos hasta para recorrer los escasos metros que separan sus casas de las bodegas; en febrero pasado, murió un muchacho indígena de 17 años, tenía un nombre bíblico; semanas antes, había sacado un diamante de alta pureza y buen peso; le pagaron 800 mil bolívares; le compró a su familia todo cuanto necesitaba (ropa, camas, mesas, sillas, poltronas, lavadora, una planta de sonido, nevera, cocina y, por supuesto, un televisor con pantalla de plasma gigante), llenó un camión; para él, se regaló una moto china. Días más tarde, se estrelló contra un vehículo que transitaba a escasa velocidad sobre la vía inter comunal; el motorizado volvía en bajada y daba una curva después de una noche de farra sin medidas.  Falleció en el acto.

A media tarde, el hombre de ébano ya tenía en sus manos lo que buscaba: 50 gramos de oro puro purísimo; entonces, el emisario (el ex convicto ya redimido) embutió el metal amarillo en un jabón de olor, el jabón en la jabonera, recibió el pago por la misión cumplida y se esfumó.

En segundos, el hombre subió  al rústico de vuelta con su pequeño bolso y su pesada cajita, en apariencia, tan sólo contentiva de un jabón.

El último viernes de enero, a eso de las dos de la tarde, la ministra de Pueblos Indígenas, Aloha Núñez, visitó Gran Sabana para revisar, junto a los capitanes pemón, los alcances de los acuerdos alcanzados aquel nueve de febrero de 2013, cuando buena parte de la comunidad de Urimán retuvo a un grupo élite del Ejército que pretendía cerrar sus minas.

A cambio de los uniformados, el Alto Gobierno bajó la guardia y las comunidades ancestrales se comprometieron a cuidar de los ríos y de las sabanas, a  no trabajar en los cauces fluviales, a reforestar las zonas intervenidas, limitar el ejercicio de la minería por parte de los no indígenas entre otros asuntos y a venderle su oro al Estado a través de una inexistente oficina local que aún sigue siendo un proyecto.

A fecha, la minería es una actividad limitada en buena parte del municipio Gran Sabana y absolutamente proscrita en el sector oriental del Parque Nacional Canaima por su belleza, por su valor ambiental, por ser el lugar en donde nacen las aguas que después se convierten electricidad para buena parte del país; sin embargo, hace unos días la Fundación Mujeres del Agua, cuyo centro de operaciones se encuentra precisamente en El Paují, distribuyó un correo electrónico haciéndose eco del llamado de alerta de algunas de sus aliadas de las comunidades ubicadas dentro del área resguardada, en las zonas más prístinas, al margen de toda vigilancia ambiental.

Las de Uroy Uaray denunciaron -aparentemente, primero ante sus capitanes, luego ante las autoridades convencionales y finalmente ante todo quien acepte oírlas- que allí hay al menos seis equipos portátiles trabajando sobre el río Kamá, el mismo de la caída impresionante; las de Iwo Riwö delataron que sobre el Aponwao se encuentran alrededor de 20 máquinas, todas en la parte alta del cauce que conduce al salto de 105 metros de altura, el más impactante de la Sabana.

Nadie sabe por dónde entra la maquinaria, de dónde proviene el combustible para su funcionamiento ni por dónde sacan el oro pues hay menos cinco alcabalas del Ejército y de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) entre Luepa y Santa Elena, sobre la Troncal 10.


El viernes citado, la ministra Núñez se interesó especialmente en saber a quién le vendían el oro sus paisanos pemón y ellos fueron sinceros: “A los compradores de Santa Elena”, dijeron sin rodeos; así ocurre casi todo el tiempo y a veces, solo a veces, lo cambian por vehículos 4x4 ya usados o lo colocan, algo más barato, en manos de quien se acerque hasta las minas y se lo lleve a Caracas, a Sao Paulo, a Nueva York, a Ciudad de México, incluso a bordo de una modesta buseta y empotrado en un jabón de olor.




Entre paredes anónimas

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A mitad de marzo, unas manos -anónimas una vez más- dejaron un papel bond en el acceso a un edificio del centro de la localidad fronteriza. Fotos: Morelia Morillo

El día 12 de febrero, mientras en varias ciudades del país grupos de estudiantes y ciudadanos con y sin estudios manifestaban en las calles en contra del presidente Maduro y su gestión, en Santa Elena de Uairén, los niños y adolescentes recorrieron el Casco Central con mensajes de paz y vida, en respuesta al llamado hecho por el Gobierno en la lucha contra la violencia.

Salieron de la Unidad Educativa Nacional “Dr. Juan de Dios Holmquist”, tomaron la calle Ikabarú hasta empalmar con la Urdaneta, cruzaron en la Roscio hasta llegar a la Avenida Mariscal Sucre, de ahí a la Bolívar y se concentraron finalmente en la Plaza Bolívar.

Santa Elena es la última ciudad venezolana de cara al Brasil. La “Juan de Holmquist” es la principal escuela de la localidad, aunque su nombre nada tiene que ver con el pueblo. Se dice que, al momento de nombrarla, el desconocimiento y el azar remitieron, desde el Ministerio de Educación en Caracas, la identificación correspondiente a una institución que -en simultáneo- se bautizaba en Soledad, Anzoátegui y viceversa. La de allá se llamaría así en recuerdo del farmacéutico local. Acá casi nadie sabe quién fue el Dr. Holmquist.

El 12F, en la plaza, la Orquesta Sinfónica Juvenil e Infantil y el Coro Infantil y Juvenil de Gran Sabana iniciaron los actos protocolares y culturales.

Glen González, actualmente jefe de Educación al Socialismo de la Alcaldía y capitán de la comunidad pemón de Kinok Pon Parú, intervino como orador de orden. Durante su intervención, recordó la importancia de la Batalla de la Victoria y llamó a los más jóvenes a congregarse en torno a Bolívar, con el fin de transformar la sociedad. Además, compartió con la audiencia un mensaje dirigido al fallecido presidente Chávez: “Comandante eterno, te amamos, hoy más que nunca reafirmamos nuestro compromiso por usted, por Bolívar y por la Patria (…) Ellos vencieron y nosotros venceremos”.

Durante los días siguientes, mientras que en el resto del país los descontentos continuaban marchando, levantando barricadas y ascendía la cifra de los muertos, los heridos y los detenidos, en Santa Elena los más jóvenes de la Mesa de la Unidad y sus más fieles amigos y seguidores se congregaban en la Plaza Bolívar, a partir de las cuatro, para rayar parabrisas y pavimentos y, al caer la noche, orar por los fallecidos y, a veces, caminar a la luz de  las velas.

Ya en marzo, alguien salió de noche y espray en mano llamó a la ciudadanía a rechazar la Mercorumba, la octavita de carnaval organizada por la Alcaldía desde hace 10 años. “Luto nacional”. “No a la Robo Rumba”, decían las pintas. Pero el siete y el 8F, la colectividad, salvo excepciones,  amaneció bailando bachatas guayanesas, forros y vallenatos. 
A mediados del mes, la misma caligrafía llamó a la rebelión y unas manos anónimas fijaron sobre las paredes del centro hojas tamaño carta compartiendo las razones de las protestas encendidas en el centro, occidente y oriente del país: escasez, colas, corrupción, inflación, devaluación, inseguridad y recordando el contenido del 350 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.

En Santa Elena, hoy escasean de un todo el café, la margarina, las harinas de trigo y maíz, el arroz y la leche, por hacer corta la lista; el bolívar vale de 25 a 30 veces menos que un real brasilero; el propio 9F muchos ciudadanos saltaron de la Mercorumba a los alrededores del estadio de softbol para hacer la cola y lucharse una bombona de gas; normalmente, los conductores esperan de una a dos horas para llenar el tanque de gasolina. Pero no hay inseguridad; hay oro, diamantes y destrucción; al menos 200 hombres y mujeres se ganan la vida agitando pacas de billetes en las calles y canjeando bolívares por reales o al contrario y otros cientos vendiendo gasolina por litro.

A mitad de marzo, unas manos -anónimas una vez más- dejaron un papel bond en el acceso a un edificio del centro de la localidad fronteriza: “Le tengo miedo al silencio de mi pueblo Despierta SOS”.”No sean estúpidos, Maduro y punto chico. Jajajaja”, le respondió alguien más.


Testimonios de redención

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En la muy remota frontera venezolana con Brasil proliferan los templos cristianos evangélicos. Fotografía: Morelia Morillo

Níger, valga el seudónimo, el hombre que durante años se ocupó de inmunizar a los pequeños, medianos y grandes mineros del Kilómetro 88, contra la permanente epidemia del hampa, se retiró.

El Kilómetro 88 es una zona minera caliente y húmeda, bulliciosa y anárquica ubicada sobre la Troncal 10, en los límites del municipio Sifontes con el paradisíaco municipio Gran Sabana del estado Bolívar, a aproximadamente 320 kilómetros de la frontera venezolana con Brasil.

Ella, la mujer que sigue en la cola de venezolanos que se aprestan para sellar su salida del territorio brasilero, cuenta que Níger vacunaba tanto a los que levantan el suelo usando la fuerza de poderosos motores como a aquellos que pescan oro y diamantes en el río, con una simple suruca o cernidor. A los que sacaban mucho y a los que apenas conseguían para sobrevivir.

Entonces, a comienzos de 2014, unos pastores internacionales pararon en el Kilómetro 85. Durante la ceremonia, los mineros imploraron a Dios que los protegiera del hampa, los pastores oraron junto a Níger y el hombre, que desde siempre se dedicó a intimidar a sus vecinos para que pagaran por sus servicios de seguridad, decidió abandonar sus andanzas a cambio del perdón divino y de la gloria eterna. “Yo quiero entrar al reino de Dios”, habría dicho.

El extracto del Salmo 95, impreso del pequeño afiche promocional de la Gran Cruzada del apóstol y profeta, describe lo que, muy probablemente, ocurrió en el Bulevar de Las Claritas, Km. 85: “Venid, adoremos y postrémonos, arrodillémonos delante de Jehová, nuestro hacedor. Porque él es nuestro dios: nosotros el pueblo de su prado y ovejas de su mano”. El acto debió comenzar sobre las siete de la noche, el culto religioso se alternó con música llanera, arpa, cuatro, maracas y mucha lírica cargada relatos de salvación.

Así se cumplió la promesa bíblica destacada en el cartel: “Unción, Poder y Gloria”. “Ahora, todo el mundo puede trabajar tranquilo allá”, celebró la mujer de la cola. “El poder de dios es infinito. Se obró un milagro”, dijo poco antes de despedirse al ingresar a la oficina federal.

En enero de 2013, entraron a Venezuela, a través de la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén, al menos 500 brasileros diariamente. Tal vez más, difícilmente menos. Algunos en vehículos propios, otros en colectivos. Casi todos rumbo a Margarita, en busca de playas de mar y tiendas “baratas”. Ya entonces el cambio de reales a bolívares los beneficiaba.

Ese día, a diferencia de aquel de ¿2 500 bolos por cada uno? Si vahttp://lascronicasdelafrontera.blogspot.com/2012/09/2-500-bolos-para-cada-uno-si-va.html, la mayoría de los viajeros parecían tranquilos, llenos de goce pre vacacional. Las buenas nuevas acerca de los acuerdos logrados entre los gobernadores de Roraima y Bolívar, entidades fronterizas de Brasil y Venezuela, les permitían sentirse seguros.

Almeida, en cambio, trascendió la frontera perturbado ante una posible extorsión y, al mismo tiempo, con la profunda convicción de que, en todo caso, Jesús lo salvaría.
 “En la zona de El Tigre, los policías municipales crean situaciones para extorsionar a los brasileros (…) Pero si usted les dice que es cristiano lo dejan seguir por temor a dios y porque ellos saben que los cristianos no pagan extorsiones”.

Al escucharlo, Tavares, amigo de Almeída, en medio de un encuentro casual en el pasillo de acceso a la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén, inesperadamente congestionado por un apagón eléctrico, exhaló aliviado; felizmente, viajaba a Venezuela, por primera vez, a bordo de un autobús de la compañía de Asatur ocupado en su mayoría por cristianos 
evangélicos.

En junio pasado, en una reunión entre los representantes de la Cámara de Turismo de Boa Vista y el ministro de Turismo venezolano, los brasileros aclararon que en el estado Bolívar se solventaron buena parte de los problemas de inseguridad que los afectaban, pero no así  en Anzoátegui en donde siguen siendo víctimas de atracos, robos y extorsiones.


Trocadores II y Las crónicas 5

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Los novatos ejercen principalmente en el cruce fronterizo, siempre del lado venezolana, lejos del alcance de la Policía Federal Brasilera y en los alrededores de los supermercados chinos. Foto: Morelia Morillo.

Es mayo de 2014 y Las crónicas de la frontera ya tiene cinco anos. Casi la edad de mi hija a quien di la bienvenida con yo-di-luz-en-pacaraima.htmlPor cierto, al menos dos mujeres, embarazadas, venezolanas, me han escrito pidiéndome detalles.

En estos cinco, muchas cosas han cambiado: el diseño de este sitio; la cantidad de lectores, aunque sólo 129 se han registrado, son muchos los que pasan por aquí; el número de entradas: con esta sumamos 82 y el número de vistas: pasamos de las 52 000.

Ahora bien, ningún dato numérico se disparó -en cinco anos- tanto como el precio del real brasilero. Para 2009, las lechugas, orgánicas y recién cosechadas, en Villa Pacaraina, Brasil, a 15 kilómetros de casa, costaban cinco reales es decir 10 bolívares. Ahora, la misma lechuga, igualmente fresca y sin residuos químicos, cuesta 150 bolívares. Ya no más.

Poco después, en abril de 2011, colgué trocadores-casas-de-cambio-que-caminan.htmlla que ha sido, a lo largo de los dos últimos años, la entrada más leída de Las crónicas, la más comentada, la que más trabajo me sigue dando: Qué en cuanto esta el real. Que voy de paso. Que voy al Mundial. Que me voy a estudiar. Que si necesito dólares. Que si voy a remodelar mi casa y me urge el dinero en reales para cambiarlos a dólares. Qué si los trocadores son confiables Que hasta cuánto me pueden cambiar. Gracias por leer y comentar. He tratado de responder en la medida de mis posibilidades, con responsabilidad y honestidad.

Hasta ese momento, cualquier operación de cambio de moneda se hacía en las Cuatro Esquinas, en el corazón del Casco Central, entre un puñado de hombres curtidos en el negocio. Entonces, para 2011, recién salían al ruedo una docena y media de cambistas más.
Todos apenas comenzaban a disputarse a los brasileros ofreciéndoles 4,8 bolívares por real; hoy, en mayo de 2014, en una mañana de mayo soleada después de mucha lluvia, ofrecen 29 a 30 bolívares. Y ya no son 18. Son  un ejército de 180 hombres (auto organizados) a los que se les ha sumado un contingente -casi igual- de emergentes.

Los novatos ejercen principalmente en el cruce fronterizo, siempre del lado venezolana, lejos del alcance de la Policía Federal Brasilera y en los alrededores de los supermercados chinos.

Antes, el oficio era exclusivo de los hombres. Ahora lo ejercen también las mujeres. Todos  se presentan como padres y madres de familia, prestadores de un servicio fundamental.

Desde 2013, los trocadores apostados en las Cuatro Esquinas visten de franela roja; los del acceso a la localidad (Hotel José Gregorio) de franela verde y los de La Planta de amarilla.

Los que fueron censados en 2013, llevan en el pecho un código que remite a su nombre y número de cédula. Se organizaron para evitar el ingreso de foráneos, de extraños, de aquellos que llegan a esta frontera tan sólo atraídos por el olor de las pacas de billetes que los trocadores agitan en las calles. Sin embargo, los forasteros ya casi los superan.


Hace dos días, un novel trocador (local vale decir) se quejaba del giro que ha tomado el oficio: “Demasiado gente y, por la escasez, los brasileros están dejando de venir. Los que vienen apenas cambian 150, 200, 300 reales porque ellos dicen que cambian y después no encuentran qué hacer con tantos bolívares. Antes cambiaban 1000, 1500 reales”. No hay café, ni leche, ni arroz, ni harinas, ni margarina, ni aceite comestible, ni pasta, ni desinfectantes, ni suavizante, ni papel sanitario. Ni. Ni. Pero aquí seguimos desde Las crónicas, contándoles acerca de la cotidianidad en la Gran Sabana no postal.

Afición sin límites

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En la frontera venezolana de cara al Brasil, se sigue cada juego de la selección anfitriona del Mundial 2014 como si se tratara de la vino tinto y lo propio, por supuesto, ocurre al otro lado de los hitos, en la localidad de Villa Pacaraima, la primera población brasilera en el distante extremo norte del vecino país. Una fiesta compartida y salpicada de los dramas cotidianos de estos confines


 Corren días de fútbol y en Santa Elena de Uairén, en el sureste extremo de Venezuela,  pareciera que sólo existe una opción: apoyar al vecino, sin condiciones, sin rencores, sin pequeñeces, sin pasado.  A un lado quedaron las diatribas de quienes convivimos sin remedio.

Santa Elena es una ciudad de aproximadamente 20 mil habitantes, la capital mestiza del municipio Gran Sabana, el territorio ancestral del pueblo pemón, a sólo 15 kilómetros de Villa Pacaraima (BV8, La Línea), la primera localidad brasilera hacia su extremo norte.

El miércoles, 24 horas antes de que se inaugurara el Mundial Brasil 2014, los estudiantes de las escuelas de Villa Pacaraima se despidieron de las aulas.

Al alba, cuatro autobuses salen diariamente desde BV8 para buscar a cientos de niños y adolescentes en Santa Elena. Puede que la mitad de ellos sean venezolanos de padres venezolanos. Otros son venezolanos o extranjeros, hijos de extranjeros. Los demás son brasileros o al menos hijos de brasileros. Al medio día, los transportes regresan con los del turno matutino y se van con los del vespertino. Con el crepúsculo, traen de regreso a los estudiantes de la tarde y se despiden hasta el amanecer.

El nacimiento y educación de muchos de los niños venezolanos de esta frontera corren por cuenta del Brasil. Con frecuencia, las mujeres venezolanas dan a luz en Pacaraima o Boa Vista y luego, es común, que sus niños se eduquen en BV8.

El miércoles previo al jueves inaugural, al menos tres autobuses partieron con los chicos de primaria. El objetivo: iniciar el Proyecto Copa. Extraordinariamente, las unidades transitaron una detrás de la otra, identificadas con pequeñas banderas, como si encima llevaran a las estrellas del balompié listas para saltar a la cancha. Iban cargadas de pasajeros eufóricos, sonrientes, alborotados, ataviados en verde y amarillo, con gorros de Fuleco. Los convidaron a ir con la franela de su equipo. Podían elegir y sólo dos de cada ocho optaron por Japón, España, Argentina, Portugal, Colombia. Los otros ocho se vistieron con los colores de la canarinha y buena parte de ellos con las señas de Neymar en sus espaldas.

Durante el intermedio, los estudiantes deben desarrollar el objetivo del Projeto Copa: indagar en la historia y pormenores del torneo,  y ver el juego, por supuesto, cruzar los dedos, aupar a los de casa. Regresarán el 23 para defender su propósito, evaluarlo y salir formalmente al receso escolar previsto para julio. Y claro, así seguir viendo el fútbol, apoyando a la selección.

El jueves de inauguración, muchos de los habitantes de Santa Elena salieron temprano, a comprar la franela, a decorar el frente de los negocios con globos o pasacalles verdes y amarillos. Los maniquís ya llevaban el uniforme desde comienzos del mes. Hasta el perrito de la familia de la tienda de gorras, lentes y ropa para todos, iba desde temprano con la camiseta.

En BV8, los preparativos se hicieron a tiempo. A media distancia, la calle Suapí, columna vertebral del área comercial de Pacaraima, parece un tapiz, un collage de colgantes y banderas y banderines. Incluso las aceras fueron pintadas con los colores del país, el escudo de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF), el decreto Rumo Hexa es decir rumbo al sexto título.

A un lado y otro de los hitos, independientemente de la nacionalidad del conductor y del vehículo, los capós, los retrovisores, los parabrisas traseros llevan la bandera del orbe azul estrellado o como poco un pequeño estandarte sujeto en alguna ventana.

Desde que se aproximó el Mundial, al menos una escuadra de motos de alta cilindrada llega cada día. La mayoría viene desde San Cristóbal, Táchira, desde el extremo occidental venezolano de cara a Colombia. Hombres de negro, ataviados con lentes oscuros, chaquetas y botas de cuero rumbo a Manaus, la sede amazónica del torneo.

Llegado el momento, al mediodía del jueves, Santa Elena se fue de siesta después de almuerzo. Si bien algunos pocos decidieron ir a las estaciones de suministro de combustible a llenar sus tanques, asumiendo una jornada sin las colas habituales de tres y cuatro horas. Asuntos fronterizos: los brasileros pagan al menos un real por litro.

Ya en tarde, en las calles Ikabarú y en la Avenida Mariscal Sucre, usualmente atestadas de vehículos brasileros (de placas grises), apenas circulaban dos o tres carros con señas extranjeras. Los supermercados chinos estaban desiertos. Pero el real se mantuvo arriba.

En el sureste profundo de Venezuela, la mayoría prefiere ver el fútbol a través de la señal de la brasilera Globo. A los 11 minutos, el gol contra de Marcelo sepultó a la audiencia en el sopor de una tarde lluviosa. Pero, luego, sobre el minuto 29, el primero de Neymar sacudió la modorra.

Al minuto 71, Neymar repitió la dosis de adrenalina y entonces comenzaron a sonar cohetes y cornetas. Comenzaron a calentar las caravanas. La siesta se terminó definitivamente.

Los de la tienda de franelas, gorras y ropa para toda la familia colocaron una pantalla plana y gigante justo al frente de la sede principal del negocio e igualmente asistieron al encuentro a través de TV Globo. Son peruanos o ecuatorianos, pero todos llevaban la franela de Brasil. Las niñas iban de leguis en estampado bandera y con banderines en sus mejillas.

Quienes se detuvieron a ver el juego también llevaban la franela del vecino y un chico iba envuelto en la bandera. En el momento de la celebración, justo a la altura de su espalda, se agitaba el lema Orden e Progresso. Celebrado el gol, todos regresaron al silencio, prendieron sus ojos sobre el televisor y afinaron sus oídos para entender lo que ocurría.

Entonces, se vino el 90 + 1, el minuto en que se produjo la sentencia de Oscar, el chico de la bandera gritó “pega mulher”, sonó el pitazo final y, desde el interior de su estandarte, el abanderado sacó una lata de cerveza Polar ¡Psh! La destapó y brindó por la victoria.

Esa noche, la fiesta fue en alrededores del Espacio de Encuentro para la Cultura y las Artes, el antiguo Parque Ferial de la Gran Sabana, a pesar de la lluvia y de los malos desagües.

En diagonal, en el cruce de las calles Urdaneta con Lucas Fernández Peña, una Toyota Pick Up arrolló a Chicho, uno de los indigentes del pueblo. Hasta 2000, acá no existían personas viviendo en las calles, ya en el milenio que corre hay al menos dos docenas.

Su cuerpo hinchado y percudido quedó tendido en el suelo, en posición fetal. Un paramédico del 171 tomó su pulso, lo examinó y ordenó trasladarlo al Centro de Diagnóstico Integral (CDI). Aparentemente, sólo sufrió traumas leves y estaba en avanzado estado de embriaguez, pero el médico que lo atendió observó que mientras una de sus pupilas permanecía contraída la otra se encontraba dilata, signo evidente de un trauma cráneo encefálico.

Probablemente, el médico intentó dejar al arrollado hospitalizado. Tal vez, Chicho escapó. Tres días después, pecó de impertinente, cayó y su cabeza golpeó, por última vez, contra una acera.

El martes de juego, comenzó como aquel jueves inaugural: sin brasileros en las calles de la localidad venezolana, con niños, niñas, mujeres, hombres y perritos venezolanos luciendo la camiseta de la selección del país anfitrión, con motos y carros abanderados y la promesa de una siesta que se prolongaría al menos hasta que la canarinha transformara la espera en un gol. Hasta el chiguagua toy del hotel barato llevaba la mínima blusita desde el amanecer.

La idea, al parecer, era ir celebrando por goles hasta alcanzar el triunfo definitivo. En los lanchonetes de Villa Pacaraima se servía Antártica, Brahma, Skol y Zulia. Si el asunto era ubicar un puesto para asistir al juego, lo mismo daba pagar o no, pues los dependientes y su clientela disponían de asientos para todos y prometían una ronda gratis para el minuto 90.

Mas la siesta no terminó. Con el pitazo final, y ante el empate, uno de los clientes del Mutantes Art-Magia, otro de los barcitos sobre la Suapí, emitió su sentencia: “Macumba, fizeram macumba” es decir hicieron magia negra y el veredicto encontró eco. Nadie le iba a México.

Privó el silencio , y, como siempre, no todo está perdido: a pesar de la derrota, sobre la acera en la que se lee Rumo Hexa,, frente a la panadería, un par de niños, ambos quieren ser como Neymar,  reanudaron su entrenamiento con un balón de goma flojo y envuelto en plástico.




Del Delta a Gran Sabana

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La más joven de las mujeres deambula de un lado a otro. Tratando de ir a donde hay más gente

El lunes 23 de junio, horas después de que Cristiano Ronaldo, el siete del la selección portuguesa, fuera recibido por alrededor de 1000 hinchas en la calurosa Manaus, más de media docena de mujeres y algo más de niños y niñas, todos indígenas warao, llegaron a  Santa Elena de Uairén en autobús. Nadie los esperaba. Les costó al menos media hora encontrar quien los trasladara al centro. En Santa Elena no hay transporte colectivo, sólo taxis.

Santa Elena, la capital del municipio Gran Sabana y la última ciudad venezolana de cara al Brasil, se encuentra al menos a 1400 kilómetros de Caracas y a 870 Kilómetros de Manaus, la sede Amazónica del Mundial Brasil 2014. Gran Sabana es el territorio del pueblo pemón.

La localidad, de alrededor de 20 000 habitantes, es lugar de compras para buena parte de  los más de tres millones de personas que habitan entre Boa Vista y Manaus, las dos ciudades brasileras en el extremo fronterizo con Venezuela. Al cambio, cualquier precio les resulta irrisorio. Y, desde que arrancó el mundial, cientos de venezolanos y extranjeros cruzan la Gran Sabana ansiosos por llegar al Arena Amazonia.

Las mujeres warao y sus niños bajaron en el Terminal Internacional de Santa Elena de Uairén apenas con lo puesto, sin abrigos, sin cobijas, sin zapatos, sin equipajes. Ellas con vestidos hechos a la medida, estampados en flores, líneas o cuadros, con las faldas sobre la rodilla y mangas a un cuarto. Los pequeños con franelas y pantalones cortados a media pierna.

Seis días después, sólo dos de ellas, un niño y una niña continúan en el Casco Central: en la calle Bolívar, en la Roscio, en la Zea, en la Urdaneta. Los demás ya no los acompañan.

La más joven de las mujeres deambula de un lado a otro. Tratando de ir a donde hay más gente: a la panadería, al Bulevar Tümá Serö y de ahí a uno de los supermercados chinos. La anciana, en cambio, permanece tendida en el piso frente a uno de los locales de la calle Bolívar. Ella no escatima sonrisas, aunque no tiene dientes. Sus ojos aún titilan, aunque están nublados. Apenas habla español, pero suelta palabras aisladas hasta hacerse entender.

Ella y los suyos viajaron desde Mariusa porque el agua les llegó a la cintura y ya no encontraban qué comer. Vinieron por algo de dinero, por comida, por ropa seca y limpia, mientras esperan que las aguas que inundan los sitios -en donde siempre han vivido- bajen.

Los waraos son los habitantes de Mariusa, la región del estado Delta Amacuro sobre la cual se extiende el Parque Nacional Delta del Orinoco. Su hogar es una isla entre los caños Macareo y Mariusa, justo en el punto medio de la desembocadura del Orinoco. Viven de la pesca, de la recolección, del turismo y de la artesanía que usan y venden.

En Santa Elena, las mujeres y los niños warao mendigan con envases que antes contuvieron jugo, arroz chino, crema de arroz. Sin mediar palabras, pues sólo hablan su lengua autóctona, acercan sus potes a los lugareños, a los brasileros, a los turistas, a los viajeros que, por estos días, apenas pisan Santa Elena rumbo a Manaus, al Estadio Arena Amazonia.

Pero es sábado 28 de junio de 2014, faltan sólo minutos para que comience el juego entre Brasil y Chile e incluso la transitada calle Bolívar se encuentra desierta. Se acerca el inicio y en el recipiente de la anciana apenas hay un billete de dos y otro de cinco bolívares.

El día está flojo, una jornada mala para muchos: los comerciantes están de pie en las puertas de sus locales y, aunque se empeñan en mantener el precio, los trocadores de las Cuatro Esquinas agitan sus pacas de bolívares inútilmente. Los brasileros no viajan cuando hay juego e igualmente los de acá se quedan en casa cuando la selección brasilera se juega la vida.

Las Cuatro Esquinas es el cruce de las calles Bolívar y Urdaneta, corazón comercial de esta ciudad fronteriza, A pocos metros, siete hombres de chaquetas de cuero, pantalones y botas altas descienden de sus Harley Davidson.

Probablemente, los hombres de negro pararon para ir a la panadería o para cambiar sus bolívares por reales. Extrañamente no van hacia Manaus, como todos los motorizados que atravesaron Santa Elena desde que comenzó el Mundial. Son de Maturín. Van a Guyana. Pero ninguno parece percatarse de la existencia de la abuela warao. Ya comenzó el partido y su envase de arroz chino apenas contiene un billete de dos y otro de cinco. Nada de reales.

En su edición del 11 de julio, la Folha Web reseñó que la Policía Federal Brasilera deportó a 28 indígenas warao venezolanos. Al menos 20 de ellos eran niños.

Ante las autoridades, los migrantes manifestaron que se encontraban en Boa Vista, a 250 kilómetros de Santa Elena, por motivos comerciales y que, de momento, recibían dinero en los semáforos del centro de la ciudad para comprar comida y ropa.


Todos fueron llevados en autobús hasta la población de Pacaraima, fronteriza con Venezuela, y de ahí encaminados hacia  tierras venezolanas.

Situación inusual
Aunque en algunas ciudades de Venezuela, ya es común ver a grupos de indígenas mendigando, en Gran Sabana aún causa extrañeza.

En noviembre pasado, varios miembros de la comunidad e'ñepá de Mariposa, estado Amazonas, deambularon por la capital del municipio Gran Sabana.

Eran un grupo de no más de 20 personas, mujeres, hombres y sobre todo niños y niñas; mientras los adultos se dedicaban a vender artesanía en la calle Bolívar, en los alrededores del Bulevar Gastronómico Tumá Serö y de la Panadería Gran Sabana Deli, los más pequeños caminaban por las calles del Casco Central y por la Plaza Bolívar en busca de limosnas.

Los niños llevaban alcancías de cochinito en colores rojo, amarillo y naranja y las mujeres se tendían en las aceras con los recién nacidos en sus regazos.

Entonces,Lisa Henrito, asesora del Consejo de Caciques Generales, relató que varios comerciantes de la localidad reclamaron ante el coordinador de esta organización, Jorge Gómez, con respecto la presencia y hábitos de los visitantes.

“Dijeron que acosan a los clientes y eso incomoda a las personas porque el pueblo pemón no es así, eso es ajeno a nuestra cultura. Nosotros no vivimos en condiciones de calle y antier se declaró Santa Elena como mercociudad (…) Este es un municipio turístico”, dijo Henrito.

Cuando Henrito los abordó, los visitantes dijeron que viajaron hasta Santa Elena para vender y que, supuestamente, tenían un capitán (autoridad tradicional) entre ellos.

El Consejo de Caciques se comunicó con el vice ministerio de Pueblos Indígenas vinculado al pueblo e'ñepá y con sus organizaciones “para que vengan a buscarlos, de lo contrario nos tocará montarlos en un autobús y llevarlos”, dijo Henrito en aquel momento.

A su modo de ver, “ellos crecen pensando que nacieron para hacer lo que están haciendo y, de no cambiar esa mentalidad, vamos a tener todo un pueblo pidiendo dinero en la calle”.

“No vamos a permitir esto es nuestro municipio, aunque no estamos en desacuerdo con que vengan a vender sus cosas los viernes en el mercado como todo el mundo”.





Garotas Made in Venezuela

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Son muchas circunstancias que enfrentan aquellas que deciden atravesar la frontera desde Brasil a Venezuela para someterse a una intervención de cirugía estética, casi siempre de aumento de senos o de liposucción


Corre julio. En Venezuela apenas están por comenzar las vacaciones escolares. Sin embargo,  los pasajes para subir a alguno de los cinco autobuses que a diario conectan Puerto Ordaz con el extremo sur oriental de Venezuela, con la Gran Sabana, hacia el Brasil, ya se agotaron. 

“No hay pasajes”, se lee en los cristales de las taquillas de las compañías de transporte con oficinas en el Terminal “Manuel Carlos Piar” de Puerto Ordaz.

Puerto Ordaz es la ciudad industrial ubicada a 800 kilómetros de la frontera. Y lo propio sucede en el Terminal Internacional de Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana hacia el sureste. De ida o de vuelta, para conseguir un boleto hay que madrugar o pagar por la viveza de los revendedores que los venden hasta en el triple de lo establecido.

Sobre las siete de la noche, el Terminal de Pasajeros de Puerto Ordaz, normalmente tranquilo y despejado, se transforma en un sitio concurrido y bullicioso.

Un hombre llama a los pasajeros. Los llama con una voz nasal que imita a las voces amplificas por los sistemas de sonido de los aeropuertos.

“Pasajeros de Expresos Los Llanos con destino a Santa Elena de Uairén, favor abordar la unidad”, exclama a viva voz y grandes zancadas a lo largo de la sala de espera. Entonces, al menos cuatro docenas de viajeros echan a andar hacia el andén.

Finalizado el exhorto, el hombre sube a los autobuses para pedir dinero en beneficio de una casa de rehabilitación para personas con problemas de drogas y, finalmente, eleva una plegaria por los viajeros, implora -por la sangre de Cristo- que el recorrido se dé sin inconvenientes, sin accidentes, sin atracos.

En el listín deben figurar no más de 20 venezolanos, un par de familias brasileras que regresan de la Isla de Margarita, luego del receso escolar previsto por las instituciones de ese país para mediados de año, y varias mujeres, todas recién operadas. Garotas Made in Venezuela.

Aunque la mayoría de ellas lleva vestidos largos, en casi todas se dejan ver los sostenes post operatorios, aquellos que indican los cirujanos plásticos luego de una intervención de aumento o disminución de senos. Otras llevan las fajas recomendadas para después de una liposucción y otras sólo llevan fajados los muslos.  Todas tienen caras de adoloridas, caminan poco a poco, se sientan erguidas para evitar el dolor y, sin embargo, es evidente que les duele.

Como pueden, arrastran sus equipajes y los encaminan hasta la maletera del colectivo. Algunas corren con la suerte de subir a los puestos de la parte baja del vehículo, pero otras suben las escaleras hacia el primer piso, a duras penas, levantando sus piernas lo mínimo inevitable, soltando un quejido apenas audible ante cada escalón.

Por lo beneficioso que les resulta el cambio, cientos de mujeres brasileras, de Manaus, la capital del estado Amazonas y Boa Vista, principal ciudad del fronterizo Roraima, optan por los cirujanos plásticos de Puerto Ordaz para corregir sus imperfecciones o hacerse más bellas.
Se trata de una ola que comenzó a levantar hace dos años y que crece en la media en que se acentúa la diferencia cambiaria. Manaus se encuentra a 800 kilómetros de Santa Elena, Boa Vista a 250. Santa Elena está a 750 Kilómetros de Puerto Ordaz.
Desde entonces a ahora, tres de las hermanas y dos de las sobrinas de Irene, una mujer de origen brasilero con más de 30 años de residencia en Santa Elena, han pasado por el quirófano. “Unas ven a otras bonitas y quieren verse así también ¡Mi hermana, que es fanática del evangelio, yo nunca pensé que se iba a operar!”, exclama esta mujer cuyo nombre verdadero es otro que ella prefiere reservarse.
Irene no se ha operado, pero lo hará tan pronto como junte el dinero para costearse la transformación. Sueña con hacerse la lipo completa, en brazos, abdomen, cintura y muslos.
Por lo pronto, pasó de ser una ama de casa a tiempo completo a ser una acompañante excepcional para aquellas paisanas determinadas a someterse a  esa barita mágica innovada en bisturí en tierras venezolanas. Ella las recibe en Santa Elena, las guía hasta Puerto Ordaz, las lleva ante los cirujanos ya conocidos, en caso de que las pacientes no hayan hecho la elección a través de la web, les sugiere en donde hospedarse y comer, las acompaña a la consulta pre operatoria, les traduce en todo momento, va con ellas al laboratorio, las espera mientras se operan, las atiende durante el post operatorio y, finalmente, les carga sus maletas y viaja con ellas de regreso a Santa Elena en donde las despide. Chau. Cada servicio de aproximadamente 10 días le deja al menos 10 mil bolívares, libres de gastos.
Ella cuenta que en Boa Vista, la capital de Roraima, el estado brasilero fronterizo con Venezuela, una intervención combinada de liposucción mas aumento de senos tiene un precio de 15 000 reales. Mientras que en Puerto Ordaz algo similar se encuentra entre los 6 000 y los 7 000 reales, no más de 210 mil bolívares, esto en el spa mais chique, más lujoso, si bien hay un médico de experiencia que ofrece el combo completo, incluyendo el bumbum,es decir los glúteos, por 145 mil bolívares. “Y él dice que en tres años ya se retira”.
Una lipo, sin más, cuesta alrededor de 3000 reales, un aumento de senos, sin más, de 3 000 a 4 000 reales. Los cirujanos a los que suelen acudir las acompañadas por Irene aceptan que sus pacientes les depositen en los bancos de Santa Elena o que les hagan transferencias por el equivalente en dólares. “Para que no carguen con el dinero encima”.
A sus pacientes, ella les recomienda hospedarse en alguna posada, sencilla, limpia, confortable y económica, las hay de no más de 750 bolívares por noche; los hoteles, en cambio, rondan los 1 200 bolívares y estos montos, por supuesto, no incluyen las comidas; los especialistas recomiendan permanecer en Puerto Ordaz durante al menos ocho noches, pero hay quienes regresan a los tres días e incluso quienes, desoyendo las advertencias, viajan con los drenajes.
Y, por supuesto, no todas las pacientes, tienen para costearse una acompañante como Irene o no conocen acerca de la existencia de un servicio como el de ella; Algunas mujeres deben valerse por sí mismas. No obstante, se trata de una vacante cada vez con más demanda. Se dice que en los hoteles hay recepcionistas y camareras que piden el día de permiso y así aprovechan para acompañar a una paciente brasilera a cambio de un pago en reales.
De momento, Irene tiene una paciente y algunas en agenda, pero los meses de más trabajo son noviembre y diciembre, meses en que las mujeres se apuran a ponerse bonitas para las fiestas de fin de año y enero, mes de vacaciones anuales para los brasileros y de baja afluencia para los cirujanos venezolanos, quienes se muestran dispuestos a mejorar sus precios.

La Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS, por sus siglas en inglés) publicó en 2013 un reporte a propósito de las intervenciones realizadas en 2011. Estados Unidos y Brasil ocupaban, en ese informe, las dos primeras posiciones del ranking mundial, seguidos de China y Japón. México cerraba el top 5 y al ampliar ese grupo, a los 25 países en donde más intervenciones se hacen, revelaron que ahí estaban Colombia, Canadá, Venezuela y Argentina.
Corre julio y Marcia, otra de las pasajeras, no operadas, que viajan en el autobús rumbo a Santa Elena relata que ella, brasilera y profesora de su idioma, dio clases a una médica que concursó por un post grado en Cirugía Estética en Brasil. No quedó. Optó por una universidad argentina. Pero, ahora, todo cuanto aprendió le sirve para atender a sus pacientes brasileros.
La otrora estudiante de portugués también opera en Puerto Ordaz. Su profesora asegura que hay quienes viajan a Boa Vista para mercadearse y que algunos -incluso- aceptan transferencias o depósitos al Bando do Brasil y a Bradesco, dos de las entidades bancarias con oficinas en Villa Pacaraima, localidad brasilera fronteriza con Venezuela.
En el puesto de Control de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), que se encuentra entre Puerto Ordaz y Upata, en la vía hacia la Gran Sabana, hacia la frontera con Brasil, los oficiales chequean los documentos de los pasajeros. Uno de los brasileros perdió el permiso de ingreso y tránsito. Todos deben esperar durante al menos una hora. Las recién operadas intentan dormir o al menos cierran los ojos como para olvidar el dolor.
Probablemente, todas procuraron una butaca en el vuelo regular de Conviasa desde Santa Elena a Puerto Ordaz y de regreso, pero el avión viaja sólo dos veces por semana y, dependiendo de la temporada, los pasajes se venden hasta con tres meses de anticipación.
Antes de la frontera, deben sortear alrededor de media docena de alcabalas. En unas mostrar sus pasaportes y en San Ignacio de Yuruaní incluso desarmar sus equipajes. Todo por la belleza. Todo por los precios.










Scott: el señor de los antídotos

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En la distante frontera venezolana de cara al Brasil,  al menos una persona es mordida semanalmente por una víbora de cascabel, por una mapanare, por una coral o por una inmensa y feroz cuaima piña; desde hace 30 años, Douglas Scott se ocupa de atender a los emponzoñados, de administrarles las dosis de sueros antiofídicos y de apoyarlos en su recuperación. Fotografía: Morelia Morillo


Douglas Scott, funcionario de Protección Civil Bolívar (PC-Bolívar), dice que está por jubilarse. El anillo de plata, inmenso, que lleva en su mano derecha recuerda que egresó de la Escuela Técnica de la Armada, como enfermero, en 1963. 51 años de servicio y él se acerca a los 70.

Sin embargo, acaba de subir a un Jeep prestado (es de un sobrino), ya hizo a un lado cualquier otro compromiso previamente adquirido y acelera hasta estacionar en el área de Emergencia del “Rosario Vera Zurita”, el último y único hospital en la Venezuela distante de cara al Brasil.

Va de prisa, aunque no es médico, apenas completó el tercero de bachillerato, lleva más de 30 años atendiendo las incidencias ofídicas en Gran Sabana, una  zona en donde , semanalmente, al menos una persona es mordida por una cascabel, una mapanare, una coral o una cuaima piña.

En Gran Sabana, la población avanza sobre los bosques, los morichales y las sabanas, con sus pueblos, sus minas, sus conucos y las serpientes arremeten en defensa de sus espacios.

En 2005, Scott contabilizó (pues también lleva las estadísticas)  un récord de 72 mordidas y una defunción. En 2012, se reportaron 58 mordeduras y dos fallecimientos: un niño y un adulto. Al cierre del mes de junio, durante los primeros seis meses de 2013, se registraron 32 casos y una muerte.

Scott los atiende a todos o casi todos. Sabe qué sueros debe recibir cada paciente, de acuerdo a la especie por la que fue inoculado y las dosis vinculadas al peso y edad de la de la persona. Aunque, sin excepciones, los médicos que llegan a la zona deben participar del Curso de Emergencias Ofídicas que él imparte, eventualmente, ingresa un médico sin experiencia o, simplemente, los pacientes y sus familiares se sienten más tranquilos ante la presencia serena y sonriente del hombre de escasos cabellos canosos, ataviado de gorra, chaleco de batalla y media docena de anillos de plata entre ambas manos.

Ahora, por ejemplo, Scott se apura porque en la hospitalización pediátrica lo espera un niño de cuatro. Fue mordido por una víbora en Wonkén. Lo trasladaron  hasta Santa Elena por aire. Salir de aquellos confines -por tierra- amerita de días de intensas caminatas. Pero allá también conocen a “Douglas”, así.

Hace poco, recibió a una adolescente de Kavanayén, comunidad pemón arekuna. Sufrió una mordida mortífera, pero la chica se salvó. Sus padres no hallaban de qué  manera agradecerle su intervención a Scott. “Me regalaron unos lentes, en un estuche bien bonito, un bastón de excursionismo, el ventilador que compraron para la muchacha y una bolsa de caramelos porque yo siempre ando dándole caramelos a todo el mundo” y también piropos, abrazos, apretones de mano, saludos cordiales y sonrisas.

Ahora, se le dan bien las terapias alternativas. No se limita a las dosis de antídotos, luego apoya a las víctimas en el proceso de recuperación, que es largo y doloroso; les aplica arcilla blanca, caolín de la Sabana, sobre el área afectada. Según él, la desinflamación es mucho más rápida.

Mientras visita a su paciente de cuatro, recibe una llamada desde Ikabarú, capital de la segunda parroquia del municipio, a 114 kilómetros de Santa Elena. “Me acaban de reportar la muerte de dos personas en la mina de la Suruca”. Uno tenía 36, el otro 23. Los dos fueron tapiados por el talud del corte en donde hurgaban en busca de oro y diamantes. La Guardia Nacional Bolivariana (GNB) se ocupará de los cadáveres. Scott de recibirlos y de las diligencias necesarias.

Es así. No sólo atiende a los inoculados por los colmillos filosos de las serpientes del sureste remoto de Venezuela, socorre por igual a los accidentados de las minas, de las carreteras, del Roraima; hoy lo llaman para que controle a un perro rabioso y mañana para que retire un enjambre de abejas extraviado e instalado en el patio de una casa de familia; bien pueden contactarlo para que se ocupe de una persona en medio de una crisis siquiátrica, pues en la zona no hay personal especializado o para que acompañe a una mujer que decidió dar a luz en casa y, por supuesto, sin un centímetro cúbico de anestesia.

En carne propia
Alguna vez, fue mordido por una terciopelo en su dedo pulgar. El veneno lo condenó a siete días de hospitalización en el Hospital “Ruiz y Páez” de Ciudad Bolívar y, de por vida, a un dedo extraño aunque funcional. Su nombre en las estadísticas. Cada año, entre 40 a 72 personas son mordidas en  Gran Sabana.

Muere uno con año de intermedio. En 2010, murió Luis Scott, su hermano dos años menor. Su gente, su sangre, sus afectos en las estadísticas.

Luis era carpintero, constructor, apicultor, artesano y un apasionado de las serpientes. Les salvaba la vida, aunque tuviera que pagar por ellas y, ya en cautiverio, les extraía el veneno.  Donaba las ponzoñas a las instituciones que elaboran los sueros antiofídicos.

En tres tiempos
La carrera de Douglas comenzó hace exactamente 52 años con un curso de Primeros Auxilios en el entonces Departamento Vargas. Un año después, en 1963, se enlistó en la Escuela Técnica de la Armada de Venezuela, en Catia La Mar y cursó Enfermería. Al finalizar esa primera fase de estudios, recibió el botón “Orden de Enfermería Clase B Armada” por haber conseguido el primer puesto y, casi de inmediato, abordó el patrullero de costa P-03 Alcatraz en donde durante dos años trabajó sin médico.

Del barco pasó al Hospital Militar Alberto Arvelo de Caracas. Ahí estuvo entre 1964 y 1974. “Ganaba 540 bolívares, recuerda, más 100 bolívares por guardias especiales”. Pasó 6 años en el Servicio de Siquiatría, un buen tiempo en Cardiología y el resto en los demás servicios.

Con María, su compañera de casi tres décadas y seis de sus 11 hijos se mudó a El Paují, una comunidad mixta –de indígenas y criollos, ecologistas y mineros- ubicada entre Santa Elena e Ikabarú.

Al llegar a El Paují, fundó el Puesto de Primeros Auxilios (1985), poco después el Grupo de Rescate (1988). Eran cargos ad honorem. El acuerdo era que cada familia debía dar un aporte mensual para quien se ocupaba de vacunarlos, de curarlos. Pero, como no siempre se le juntaba el dinero necesario, él iba a la mina. “Salía a buscar mi orito en los rabines, pero sin daño ecológico. Lo que hacía era ir con una pinza y una careta y buscar en las ollitas. Me daba para comer. El gramo estaba en ochenta bolívares”.

“Traje al mundo una gran cantidad de niños, doscientos o trescientos, atendí partos en agua, con agüita templadita para ayudar a la parturienta a relajarse y nunca se me murió  nadie”.

Pero, así como le tocó acompañar a esas madres durante el alumbramiento, también tuvo que levantar cuerpos sin vida. Jamás olvidará la caída de la avioneta en la viajaban la médico Xiomara Rivas y cuatro personas más. Sólo una muchacha sobrevivió, “a la que se le quemaron las piernas”

Luego fue asimilado como enfermero por la Alcaldía, fue presidente de la Asociación de Vecinos,  primer jefe Civil de El Paují y concejal parroquial.

A Santa Elena, la capital del municipio, llegó en busca de una mejor educación para sus hijos. 


Desde 2004 trabaja formalmente para PC Bolívar y durante tres años presidió el Instituto Municipal de Salud Pública, un cargo que en teoría lo postraría detrás de un escritorio, rodeado de reconocimientos colgados en las paredes, pero él jamás dejó de salir a la calle, de apagar fuegos. 

La gasolina más cara

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Si bien en la frontera venezolana de cara al Brasil el combustible cuesta lo mismo que en el resto del país, llenar un tanque  en una de las dos estaciones de servicio local pasa por una larga espera de dos, de tres e incluso de más de cuatro horas. Fotografía: Morelia Morillo



Se acerca el final de la primera quincena de agosto y en Santa Elena de Uairén llenar el tanque de gasolina amerita al menos de cuatro horas y quince minutos, de tres horas y media, de dos horas y diez, difícilmente de menos.

Santa Elena es la última ciudad venezolana de cara al Brasil. Al otro lado de los hitos, en las bombas brasileras, un litro ronda los tres reales, Bs. 90 o más al cambio del día entre los trocadores que operan en las calles del sur profundo de Venezuela.

Santa Elena es la capital del municipio Gran Sabana, un espacio precariamente urbano rodeado de explanadas verdes salpicadas de bosques, inmensos y misteriosos tepuyes e infinidad de ríos de distintos colores y tamaños, un paraíso protegido por las leyes del país y del mundo, en donde, cada vez más, abundan los mineros de pala y de motor.

Sobre las diez de la mañana, la fila para ingresar a la Estación de Servicio PDV, ubicada sobre el cruce las avenidas Mariscal Sucre y Perimetral, comienza frente al Hotel Lucrecia, aproximadamente a 200 metros del punto de entrada.

En ese acceso, un efectivo militar exige la tarjeta de control de combustible que emite el Ejército mes a mes. De acuerdo con el terminal de la placa, un vehículo particular puede surtir tres veces por semana y los transportistas todos los días. Las motos son chequeadas de acuerdo con el  serial del motor y deben seguir el mismo sistema que los carros. Todos pueden ir a la bomba el domingo. Sin embargo, en cuatro horas y cuarto, la chica de la moto negra alcanzó el surtidor en al menos ocho oportunidades. Ponía el tanque full, salía rauda y veloz y regresaba directo a la isla de llenado, sin cambiar de casco, ni de lentes, ni su vistoso pantalón morado.

Son las 10:00 Am y, de pronto, la cola se deshace, cientos de conductores corren hacia la calle; un hombre corre con su casco y cuenta que se incendió una moto; incluso el heladero corre sin su carrito cargado barquillas, paletas y botellas de agua mineral.

La chispa se produjo en el momento en que el bombero retiró el pico del tanque de la motocicleta; una gota se precipitó hacia el metal ardiente y, en segundos, ese primer destello se transformó en una llamarada de cerca de tres metros.

“Se movieron rápido, sacaron dos extintores y apagaron el fuego”, contó otro de los vendedores ambulantes que obtienen partido del tiempo de espera.

Controlado el pánico, el militar acelera la firma de las tarjetas; regresan los conductores de los 50 carros formados en cuatro colas sobre el patio interior y los choferes de los 50 o más vehículos que se forman cual caracol en el espacio de tierra aledaño. Son al menos 100 los carros enfilados adentro más aquellos que esperan en la Perimetral, una vía angosta y sumamente transitada que conecta con el tramo de la Troncal 10 que lleva al Brasil. Y a estos se suman los que, por algún motivo, consiguen pasar directo hacia las filas internas o hacia los picos.

La ciudad cuenta con una Estación de Servicio Internacional, apostada a un costado de la línea limítrofe, para atender a los viajeros extranjeros y con dos gasolineras para los usuarios nacionales, ambas administradas por la Misión Ribas con el apoyo de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y del Ejército Nacional Bolivariano (ENB).

A comienzos de septiembre 2013, se divulgó, por primera vez, la data del parque automotor que posee tarjetas de control de combustible en Gran Sabana, la ficha que entrega mes a mes el Escuadrón de Caballería Motorizado (5102 Escamoto) en el Fuerte Roraima. Se contabilizó a 2888 carros, una cantidad que un año más tarde podría ser mayor a juzgar por las colas y las caras nuevas en plantón. Aquí, en una localidad de alrededor de 25 mil habitantes,  muchos se conocen al menos de vista.

Aproximadamente 1544 vehículos pueden surtir gasolina diariamente, por estar asociados a alguna de las cooperativa de transporte y a esos 1544 pueden sumarse, tres veces por semana, la mitad de los 1235 carros de uso particular y de las 412 motos que, en teoría, sólo pueden surtir con un día de por medio.

Siendo así, 2162 carros requerirían gasolina un día cualquiera y la mitad de ellos se estaría formando en cola en cada una de las dos estaciones disponibles por día. Una razón numérica para esta larga espera.

Aquí se les llama “talibanes” a los revendedores de combustible, un bien que fuera de las estaciones de servicio de esta frontera cuesta de  20 a 30 bolívares, dependiendo de la demanda y de la disponibilidad del producto.

Antes, desde 2002 a 2010, el “talibaneo” se ejercía con vergüenza y de bajo perfil; ahora, se trata del oficio no formal más común y lucrativo de estos confines.

Un “talibán” es siempre “un padre de familia”, “un desempleado”, “un habitante de frontera con todo el derecho a vender su gasolina”, “la mayoría” o “casi todo el mundo”. Los hay desempleados, bachilleres sin cupo en la universidad, comerciantes, empresarios, profesionales, venezolanos, extranjeros, gente con toda una vida por acá y gente que llega para “talibanear”, conductores de carros viejos y nuevos, sobre todo de carros viejos, voraces consumidores de gasolina y de vehículos remolcados, motorizados, hombres y mujeres de la segunda y tercera edad, choferes discapacitados y choferes en pleno uso y disfrute de sus facultades.

Los más radicales llegan a las estaciones de servicio al alba. Ya en casa, extraen el combustible, a punta de chupadas y escupitajos y, de inmediato, lo venden por litros o lo acumulan en tambores (de 200 litros o menos) en espera de mejores precios o de alguien dispuesto a pagar al mayor como si lo hiciera al detal.

También hay talibanes que prefieren el sencillo: trabajar con garrafas de agua mineral de cinco litros y colocarlas entre los apurados en más o menos 100 a 150 bolívares.

En teoría, ningún vehículo brasilero puede avanzar sobre territorio venezolano antes de llenar su tanque en la Estación Internacional, la única existente en los 250 kilómetros que separan a Boa Vista, la capital del brasilero estado de Roraima, de la línea divisoria.  Pero cada vez son más los hombres, adolescentes y niños, de pantalones cortos o jeans  y camisetas que al ver un carro brasilero, de placas grises, sobre el asfalto venezolano, balancean su puño con el pulgar hacia abajo. “Japai, japai”, llaman en sustitución delpana, del chamo venezolano. E invitan al extranjero a sus casas.

“Más que todo es por necesidad porque aquí no hay trabajo y cualquier mujer que tenga un carro o una motico y tiene cuatro muchachos termina vendiendo combustible”, argumentó un vocero de Asocividec, una organización de defensa de los derechos humanos que hace vida en Gran Sabana, con respecto a las razones del llamado “talibaneo”, eso cuando autoridades y ciudadanos discutieron acerca de la cantidad de gente que engrosaba las colas y de los tiempos de espera en el día a día.

Ahora, son las dos y cuarto, llegué a las diez, pasaron cuatro horas y quince minutos desde el momento en que ingresé a la cola y el instante en que encendí mi carro y salí del surtidor. La chica de la moto, en cambio, entra, llena y sale en nueve minutos; se ausenta durante 16 a 19 minutos más y regresa rauda y veloz.


Directo al surtidor II

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Docenas de vehículos ocupaban este patio días antes. Foto: Morelia Morillo

Lo que viene es absolutamente verídico. Lo viví. Minuto a minuto. Nadie me lo contó. Y por eso, debo relatarlo en primera persona: corre septiembre de 2014, día 19 y recién llené el tanque de mi vehículo en tres minutos, después de esperar no más de cinco.

Hasta finales de agosto, en Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana de cara al Brasil, se esperaba entre dos a cinco horas en cualquiera de las dos estaciones de servicio disponibles.

El cambio, radical entre mi post anterior y este, comenzó mostrarse hace poco más de 20 días y confieso fui incrédula. Por eso no lo registré hasta hoy. Ya ha sucedido antes y el milagro se desmaterializa en el tiempo. El más reciente prodigio de este tipo perduró durante menos de un año. 

Al cierre de agosto, la cola disminuyó y los conductores se enfilaron durante no más de hora y media. Al comenzar septiembre,  durante un máximo de 40 minutos. Sobre la quincena, durante un tiempo tope de 20 minutos y ahora durante no más de 300 segundos.

En esta frontera, como el resto de los extremos del país, se libra la lucha anti contrabando de extracción: La Guardia Nacional Bolivariana (GNB) se ocupa de los puntos de control fijo  y el Ejército de las alcabalas itinerantes; hay menos brasileros aprovechando los favores del cambio; hay menos trocadores en las calles y, por tanto, menos demanda de gasolina.

El personal de Misión Ribas supervisa el cumplimiento de las normas vigentes contra los excedentes de gasolina en la calle. Caras nuevas. Gente de experiencia. Los uniformados se limitan a garantizar la seguridad en las gasolineras y además hay quienes garantizan que la Policía Federal Brasilera está controlando el tráfico de combustible ilegal.


Aún sigo sin creerlo.

Contrabando electoral

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De momento, en Venezuela no hay elecciones. Sin embargo, los pobladores del sureste extremo del país, de la frontera Venezolana hacia el Brasil, se ven expuestos al bombardeo propagandístico de los candidatos que participarán en las elecciones de octubre de 2014 en el estado de Roraima, la entidad brasilera más al norte. Como nunca, la campaña política traspasa fronteras, seguramente siguiendo a los votantes que a diario franquean la línea divisoria para hacer sus compras en bolívares. Fotos Morelia Morillo


En Santa Elena de Uairén pocos saben quién es Rodrigo Jucá, Aurelina Medeiros, Dhiêgo Coelho o Xingú. Mas sus rostros son cada vez más familiares para los  25 000 habitantes locales.

Santa Elena es la última ciudad venezolana hacia la remota frontera sureste, una modesta, congestionada y caótica capital municipal enclavada en la paradisiaca tierra ancestral del pueblo pemón, la Gran Sabana; un sitio en donde conviven indígenas, hombres y mujeres venidos de todo el país, brasileros, guyaneses y ciudadanos del mundo en plan turismo o en plan permanencia.

Jucá se postula como el vice gobernador por el Partido del Movimiento Democrático Brasilero (PMDB) en combinación con Francisco de Asiss Rodrigues, Chico 40, candidato a la Gobernación de Roraima por el Partido Socialista Brasilero (PSB); Aurelina Medeiros aspira a ser reelecta como candidata a la Legislatura Estadal por el Partido de la Social Democracia (PSD); Dhiêgo Coelho compite con la intención de volver a ejercer como diputado regional por el Partido Social Liberal (PSL) e igualmente Jane José Xingú Da Silva quien es candidato a la reelección como diputado estadal por el PSL.

Roraima es el estado más al norte del Brasil, de cara a Venezuela; la entidad tiene 488 072 habitantes, de ellos 306 444 están en la obligación de votar el próximo cinco de octubre durante la jornada de elecciones generales de 2014; Boa Vista, la capital roraimense, se encuentra a 250 kilómetros de Santa Elena; diariamente, cientos de los electores roraimenses cruzan la frontera y llegan a Santa Elena para comprar su ropa, sus víveres, sus cosméticos, sus medicinas, su pan, su queso, sus jugos y sus perros, perros de raza ya vacunados.

Corre septiembre de 2014, en Venezuela se aplican estrategias anti contrabando de extracción, el que se realiza de a poco, por pequeñas y medianas partes, en los bolsos personales, en las maleteras de los vehículos particulares. De momento, el flujo de brasileros hacia Santa Elena es considerablemente menor, pero, por cada real, los vecinos reciben cada vez más bolívares en las calles o al cambio en mercancía en algunos de los locales comerciales.

Cuatro candidatos se disputan la Gobernación de Roraima; seis aspiran a ser el único senador de Roraima; 79 desean ser uno de los ocho diputados federales y más de 400 pugnan por uno de los 24 cargos de la Legislatura Estadal. De los casi 500 candidatos, muchos trascienden la frontera para hacerse con las preferencias de aquellos que residen en el país de al lado y de los que simplemente andan de un lado al otro para hacer sus compras.

La ciudad es pequeña, pero con una exagerada circulación de vehículos venezolanos y brasileros, pues aquí no hay transporte colectivo. Los carros son el soporte de difusión electoral más empleado. Los micro perforados y las calcomanías de mediano tamaño abundan.

De cada 10 vehículos brasileros, de placas grises, que circulan un lunes de septiembre de 2014 por la calle Urdaneta de Santa Elena de Uairén, al menos cuatro llevan propaganda y, en la medida en que se acerca el cinco de octubre, aumenta la cantidad de carros de matrículas venezolanas con micro perforados en sus parabrisas traseros o con adhesivos en sus puertas.

Se dice que la mayoría de los conductores acceden a llevar propaganda por dinero, por 100, por 200 reales, por 1000 ladrillos, por una nevera, por un potente aire acondicionado, un bien tan ansiado en el caluroso Roraima como en el fluctuante Gran Sabana. Todo depende del respaldo económico del candidato, de sus posibilidades de éxito, de lo que tenga a su disposición. Sin embargo, ninguno lo admite. Aseguran que lo hacen por amistad, por cultivar buenos contactos.

Por lo pronto, los rotulados se hacen en Boa Vista. No obstante, el propietario de una de las principales casas de trabajo gráfico de Santa Elena advierte que es sólo cuestión de tiempo el que los vecinos pasen a este lado con la finalidad de encargar sus micro perforados pues en bolívares el metro no pasa de Bs. 2000, mientras que en reales el precio se pierde de vista.

Waldir Vieira De Souza, “Amazonas”, quien fuera candidato a concejal por Pacarima, el municipio brasilero fronterizo, garantiza que cuando él coloca propaganda en una vivienda venezolana, el propietario declara -por escrito- que no está recibiendo nada a cambio y que con los choferes se hace por convenio, sin pago de por medio, si bien no se firma declaración alguna.

Esa es su manera de trabajar, pero admite que seguramente hay candidatos que piensan distinto, que están dispuestos a pagar en dinero o en mercancías a cambio de votos, pues efectivamente hay políticos procesados por su supuesta incursión en ese tipo de delitos, porque supuestamente pagaron cientos de reales a quienes se pronunciaran a favor de ellos o de sus fórmulas.

Como nunca antes, Santa Elena se encuentra inundada de propaganda electoral brasilera, de los códigos, nombres de batalla y promesas básicas de los contendores: Xingú, por ejemplo, tiene un pequeño cartel en las cercanías del auto lavado de El Salto, el más concurrido de esta frontera, ofreciéndose para continuar trabajando;  Jean Frank, también aspirante a la reelección para la Legislatura Estadal observa a los comensales de la panadería más popular, la preferida de los brasileros, con los dientes improvisadamente en rojo y el llamado “Todos juntos por Roraima”.

A un lado del tramo de la Troncal 10 que lleva a La Línea, a la altura de Brisas del Uairén, Marcio Junqueira invita a votarlo como diputado federal asegurando “Coragem e Fé” y desde el mismo retiro vial el Sargento Damosiel se presenta como el“Amigo de sempre”.
En el sector oeste de Brisas del Uairén hay un poste de la red eléctrica formal que sostiene un afiche de Luciano Castro, candidato a senador por Roraima por el Partido de la República (PR).

La espléndida sonrisa de Shéridan y su “Amor por Roraima” da la bienvenida a los clientes de una de las bodegas más surtidas en la prolongación de la calle Ikabarú, una de las zonas más frecuentadas por los brasileros. El encargado del local aseguró que un compadre colocó los afiches, sin dinero a cambio; muy cerca Aurelina Medeiros destaca en la fachada de una vivienda y apenas a unos metros la inmensa fotografía de Chico 

Rodrigues tapiza la puerta de cristal de dos hojas de un restaurante. Uno de los empleados contó que efectivamente hay quienes pagan por este tipo de propaganda, pero que, en el caso de ese establecimiento, la dueña es brasilera y conoce al candidato, lo hizo por mantener buenos contactos, relaciones.

En la urbanización Los Apamates, más conocida como Bachaquero, Marilia Pinto, ofrece su“Força de Mulher” para actuar como diputada estadal.

En el Casco Central de Santa Elena, aún hay postes ataviados con la imagen de Manolo Vallés, el alcalde reelecto del municipio Gran Sabana y paredes con las señas de Mabel de Parra, quien llegó tercera en la contienda por la Alcaldía en noviembre pasado e igualmente comienzan a verse las pegatinas de los candidatos brasileros.

En las Cuatro Esquinas, el cruce de las calles Bolívar y Urdaneta, en donde ofrecen sus servicios la mayor cantidad de trocadores (cambistas) hay un afiche adhesivo de la Dra. Moncada que dice “Nela nós acreditamos” es decir “En ella nosotros creemos” y otro de Anchietta, el gobernador saliente y ahora candidato a senador por Roraima como parte de la fórmula de Chico 40. Y en la medida en que se aproxima el cinco de octubre, los carteles y pegatinas son cada vez más.



Kurén, el caminante

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Santiago Ramos Antón es español de nacimiento y venezolano por nacionalización. Llegó a Gran Sabana hace 53 anos, atraído por la belleza y la magia de estas tierras que conoce y anda a diario como quien mira la palma de su mano y la recorre escudriñando en su destino. “Esta es mi casa. Yo puedo salir, pero siempre vengo y, sí físicamente no puedo venir, estaré presente en otro nivel”. A lo largo del tiempo en estos confines ha acopiado tanto vivencias absolutamente mundanas como experiencias profundamente místicas. Fotografía: Cortesía de Marcos Olivares



La partida.
Es junio y aunque en el centro y occidente de Venezuela el sol es despiadado, en el sureste extremo del país, en Gran Sabana, difícilmente transcurre un día sin lluvia. Ahora mismo, llueve sin cesar desde hace diez horas. El agua es tanta que apenas se puede ver a escasa distancia.

Probablemente en junio de 1961 llovía aún más. Probablemente, había más neblina. Con certeza, no existía la Troncal 10. El Dorado (el Kilómetro 0) y el Kilómetro 88 estaban unidos por una carretera de tierra por donde eventualmente circulaba un carro. A un lado y otro, la selva.

En el 88 existían tres ranchos, incluyendo una bodega, la de Vargas y, a partir de ahí, las picas y caminos que los indígenas pemón iban dejando en su trajinar.

El día que Santiago llegó a Gran Sabana venía de andar alrededor de 88 kilómetros desde El Dorado a la zona de Las Claritas. Si bien tuvo la suerte de subir un rato a una camioneta. De cruzar la Sierra de Lema descalzo, sobre una escalera de palos y bejucos. Y de dormir en la selva, silenciosa, tendido sobre un plástico y cubierto con otro en un claro de arena.

Al amanecer, a cinco metros del lugar en donde durmió, consiguió las huellas de un jaguar.

Los viajes
Se movía sin más equipo que un guayare minero al que amarró una hamaca, una cobija, un par de mudas de ropa, casabe, carne de báquiro, una linterna, un machete, una lima y dos plásticos. Conoció el guayare en El Dorado, una liana entorchada y dotada de asas para sujetar la carga.

Entonces, Santiago tenía 20 años. Nació en Madrid. Pasó su adolescencia en Montevideo, junto a su familia paterna y llegó a Venezuela poco antes de cumplir los 18 para reencontrarse con su madre. Tras 22 días de travesía, La Guaira le recordó al brasilero Puerto de Santos.

Ahora, Santiago tiene 73. Su cabello es canoso. Bajo sus cejas, súper pobladas, prominentes y, casi casi negras, titilan un par de ojos mínimos. Tiene la piel curtida y el cuerpo fuerte aunque delgado. Anda con ligereza. Le llaman “el caminante” porque lleva más de cinco décadas andando estas sabanas que conoce y anda a diario como quien mira la palma de su mano y la recorre -con su dedo índice- tratando de ver qué hay en su destino.

Su niñez fue tan citadina como pudo haber sido en la España urbana de los 40 y comienzos de los 50. Recuerda aquel edificio en donde vivía junto a sus padres en Madrid. La luz colándose por la ventana. Su mamá limpiando con un plumero. Su papá agonizando. Él tenía tres años.

Tras la partida del padre, la mudanza a La Coruña. La Plaza María Pita. A los siete, el desfile de Franco flanqueado por su Guardia Mora. Le dio la mano. Los juegos de futbol. El Colegio de los Hermanos Maristas. De boca de uno de esos maestros, escuchó hablar por primera vez de Buda y se le erizaron los vellos de los brazos. La biblioteca. Su padrastro de origen noble. Le enseño buenos hábitos, la caballerosidad, la honestidad. Lo paseó a bordo de “un topolino”.

Con doce, subió solo al barco de la compañía argentina Yapeyu. 18 días de viaje. Madeira, Lisboa y Gran Canaria desde la cubierta. En la isla grande, una mujer colgando las sábanas. Su primer amor: Irene. La despedida en Río de Janeiro. “Todavía hoy la recuerdo” y se toca el pecho.

La llegada a Montevideo. La “tía Juanita”. Desembarcó de pantalón corto, camisa de cuello impecable, yérsey y boina de estudiante negra y, de inmediato, por recomendación de la tía, debió usar el calzón largo. Repartidor de la Farmacia Tapié. Las playas solitarias. Asistente de los oficiales de planta en Suney S.A, una fábrica de calentadores. Los Boy Scouts. Los encuentros internacionales de los muchachos exploradores. El tío gaucho y sus anécdotas campesinas. Sus primeros libros de parasicología, de filosofía, de esoterismo.

El día que recibió la carta de su madre, desde Venezuela, no dudó en alistarse para viajar a visitarla, pero planificó el viaje con escala en Chile. Fue al Cuartel General de los Boys.
22 días en barco desde Valparaíso. En El Callao peruano, vio por primera vez a los indígenas. 

Durante el viaje,  las selvas una y otra vez bordeando la costa y, finalmente, La Guaira, tan parecida a aquel puerto de Santos que vio durante su breve paso por Brasil.

El reencuentro con la madre fue maravilloso, pero, aún así, al mes de estar en Caracas, decidió volver a Montevideo tal y como lo había planeado. Entonces, se dispuso a dar una vuelta por el centro de la ciudad para conocer algo más que el entorno materno antes de partir.

Corría 1959 cuando se topó con el Centro de Orientación Filosófica y aquel letrero que indicaba “El umbral del mundo espiritual” y así fue: “esa fue la puerta de entrada al mundo este que tengo alrededor”, dice Santiago, a la Gran Sabana.

El viejo
Comenzó por acercarse al señor Aurelio Arreaza, a quien con el tiempo tomaría como su guía, por leer todo cuanto él le sugiriera, por hacerse un asiduo visitante del Centro de Orientación y finalmente, uno de sus empleados y un discípulo de aquel hombre a quien llama “mi viejo”.

Al año, tomó vacaciones y el viejo, le sugirió visitar las selvas de Guayana.

Llevaba consigo 25 bolívares. Santiago salió de Caracas en autobús rumbo a Ciudad Bolívar; bajó de su primer transporte y trepó a una unidad de la Línea Orinoco.

Lo sorprendieron la cantidad de gallinas, cochinos, pavos, loros y guacamayos que subieron junto a él como pasajeros de aquella peculiar Arca de Noé. Así llegó a El Dorado, hasta la desembocadura del Yuruari en el Kuyuni, hasta la casa de la familia Rueda.

Con los Rueda, pasó unos días antes de seguir a la Sabana por la escalera, por las picas, por los caminos. Así, de pronto sólo y eventualmente con algún baquiano, casi siempre descalzo, llegó a Kavanayén, la comunidad pemón en cuyo centro se encuentra una Misión Capuchina. Se quedó seis meses. Exploró la sendero hacia Kamarata. Con una familia local, tomó la ruta del Cerro del Sol hasta llegar a Wonkén. Admiró de cerca las murallas del Chimantá. Volvió a Caracas, al Centro de Orientación Filosófica, pero su regreso a la Sabana estaba marcado.

Experiencia mística
En el Capítulo III de Kurén, el relato testimonial de la vida de Santiago Ramos en la Gran Sabana, publicada por el sociólogo Issam Madi, se lee  acerca de la historia que lo llevó de vuelta a la tierra de los tepui, en busca de los  Sabios de la Parima, tal y como se titula el Capítulo IV.

El viejo le reveló a Santiago la existencia del Gran Padre, un indígena centenario, un sanador profundamente espiritual a quien podría ubicar en la región del Chimantá, en Gran Sabana.

Regresó en invierno. Durante dos meses debió postergar su salida desde Kavanayén hacia la inexplorada región del Chimantá. “Partí una mañana de sol radiante”, recuerda en el libro de Madi. 

Salió con 70 kilos de peso. Aprendió a sobrevivir pescando y comiendo frutas silvestres. Se quedó sin ropa y sin zapatos hasta que, finalmente, se encontró con el Gran Padre y con sus dos discípulos: Kurén de quien tomó su nombre y Antabarí. Los tres eran conocedores del mundo de las plantas que sanan tanto el cuerpo como el espíritu.

Dos años más tarde, volvió semidesnudo y cadavérico a la zona de Wonkén.


Experiencia profana
Los indígenas le hablaron de las minas de Peray Tepui e Ikabarú. Pasó 42 años en las minas. Santiago fue minero de barra, de pala, de suruca, de batea. Sacaba y oro y diamantes para sobrevivir, pero sin causar daños irreversibles. Ha visto el jaguar de cerca. Se han mirado a los ojos. Y aprendió a diferenciar el silbido de las chicharras del siseo de las serpientes. Dice que, cuando andando la selva, el caminante se siente adormecido debe ponerse alerta pues las cuaimas suelen soltar su vaho adormecedor para atacar sin resistencia a sus posibles víctimas. Jamás lo ha mordido una víbora.

Esta Sabana del siglo XXI es diferente a la que conoció: “Me siento con cierta nostalgia, me doy cuenta y hasta me asombro de que esto haya sido invadido por habitantes de todo el planeta (…) Pero aún existen sitios aislados, selváticos, impenetrables en donde existen personas en condiciones primitivas”, asegura.

No habla el pemón, el idioma de los habitantes ancestrales de estas tierras, pero tiene un inmenso vocabulario y “conozco su esencia, eso me permite comunicarme sin palabras”.

Desde hace diez años, Santiago dejó la mina. Es guía turístico. Pintor. Plasma las muchas imágenes de la Sabana, las que lleva grabadas en su memoria. Siempre que puede, al menos una vez al año, va a España, en donde está su madre ahora con más de 100 anos, una de sus hijas y dos de sus nietos. El resto de su descendencia está en Guayana a donde él siempre regresa.

En estos confines, no atesora tierras, ni bienes inmuebles. “Mi riqueza es que vivo en la Gran Sabana, los tepui, la selva y el rumor del viento”.











31/10: Día del Evangelio

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Desde 2010, el municipio Gran Sabana, en la frontera sureste de Venezuela, celebra el Día del Evangelio. En Santa Elena de Uairén, la capital municipal, una ciudad de no más de 25 mil habitantes, hay tres templos católicos y al menos 30 cristianos evangélicos. En esta oportunidad, 12 de esas 30 organizaciones convocaron a la Campaña “Bendiciendo la Ciudad”, siete noches de oración y transformación espiritual en torno a una tarima a cielo abierto en el Casco Central de la localidad. Fotografías: Morelia Morillo


 Es 31/10 y mientras Isabel, con sus 19, se recrea en su la noche de Halloween, al menos 150 de los 1500 evangélicos del municipio Gran Sabana se aprestan para marchar en celebración del Día del Evangelio.

Gran Sabana es el último municipio venezolano en la remota frontera hacia el Brasil, territorio originario del pueblo indígena pemón y la primera y aparentemente única municipalidad del país en donde, por mandato local, se celebra, desde hace cuatro años, el Día del Evangelio.

José Zambrano, pastor de la Esposa del Cordero, recuerda que en 2010 los fieles consolidaron en un proyecto el anhelo de tener un día, 24 horas al año, para dedicarse en cuerpo y alma a honrar la palabra divina; elevaron esa propuesta ante el alcalde, Manuel De Jesús Vallés, oraron, esperaron y celebraron.

“Mi patrón está buscando de Dios”, alaba el fotógrafo y funcionario de la Alcaldía.

Este año, la fiesta comenzó el 27, con el inicio de la Séptima Campaña “Bendiciendo la Ciudad” y, según los carteles promocionales, se prolongará hasta el dos de noviembre. Hay dos predicadores invitados José Luis Calzadilla, de Venezuela y Rafael Ramírez, de Costa Rica.

El afiche indica que 12 iglesias evangélicas que hacen vida en el municipio se unieron y están en campaña: Esposa del Cordero, Casa de Dios, Gedeones, Arca de la Alianza, Fedamisión, Maranatha,  Frontera de la Tierra, Vivir por fe, Monte Sinai, Jehová Justicia Nuestra, Biblia Abierta y Dios Pentecostal.

En Santa Elena de Uairén, la capital municipal, una ciudad de no más de 25 mil habitantes, hay tres templos católicos y al menos 30 cristianos evangélicos, por lo menos uno por cada barriada.

Cada noche, durante siete días, los pastores de almas suben a la tarima ubicada en el cruce de las calles Urdaneta e Ikabarú y comparten su prédica.

La Urdaneta es la llamada calle de Los turistas porque en ella se encuentran las dos posadas de mochileros más populares de esta frontera y el bar de mayor movimiento. La Ikabarú es la calle de la Notaría Pública y de la Alcaldía. A metros de la tribuna techada, adornada en verde y naranja e iluminada,  se encuentra la esquina de la piedra y la borrachera, cada vez más oscura.

“Esta es noche de avergonzar al diablo”; “Esta no es noche de caminar, es noche de correr”, exhorta el hombre de traje desde el estrado y una mujer suelta sus muletas y echa a andar sin ayuda.

Sobre la calzada hay sillas plásticas para al menos 200 personas, pero no todas están ocupadas. Algunos se sientan, otros prefieren escuchar el sermón de pie y atajar con sus manos, alzadas al cielo, las bendiciones del evangelista. Manos arriba, imploran por igual funcionarios de Alcaldía, del Seniat, de Corpoelec, maestras, enfermeras, mineros, taxistas, trocadores, comerciantes, buhoneros, brasileros, colombianos, venezolanos, indígenas y no indígenas. Los milicianos se ocupan de la seguridad y el orden.

Pasadas las nueve, toma el micrófono Rafael Ramírez, de Costa Rica. Su perfume desciende desde lo alto como un soplo de aire fresco. “Todo el que necesite reconciliarse con el señor que salga de donde está ahora”, reta y la audiencia se aglomera en torno a la tarima resplandeciente.

Advierte que lo que viene es fuerte, ora y suda hasta empaparse su camisa de rayas; pide ayuda a la gente que sabe “de este tipo de trabajos”, aclara que el propósito es echar al diablo, al demonio que ocupa y conduce la vida de aquellos seres a quienes reunió frente a él hace pocos minutos e inicia el rito que termina con vómitos, mareos, temblores, desmayos y la liberación definitiva, hombres y mujeres nuevos preparados para proclamar la gloria de Dios.

“Hemos visto que ha cambiado todo”, asegura José Zambrano mientras prueba el sistema de sonido del cual se servirá durante la marcha de este 31/10, feriado municipal. “Dios tomó el control del municipio”.

El dice que, durante un tiempo, dejaron de celebrarse las Campañas “Bendiciendo la Ciudad”. Entonces, la delincuencia sacó ventaja, comenzaron a verse hechos violentos en donde, por lo general, apenas existían rateros, ladronzuelos de bombonas, de una pala minera, de un pico.

Antes de salir de la intersección de las avenidas Mariscal Sucre y Perimetral, el punto que lleva al tramo de la Troncal 10 que conduce a la línea fronteriza, predicadores y fieles oran por las instituciones que apoyan la cruzada, por la Policía del Estado Bolívar y por Tránsito Terrestre. “Todo espíritu contrario que esté en esta institución, salga por el poder de la palabra”, suplican y comienzan a andar.

En el sur profundo, distante y distinto se están dando prodigios.

A pesar de ser feriado, este viernes 31/10 es día de mercado y los productores de las comunidades indígenas están en Santa Elena para vender los productos del conuco; los supermercados chinos están abiertos, algunos, pocos, brasileros continúan aprovechando las virtudes del cambio, a pesar de las medidas anti contrabando; los bancos y las instituciones están cerrados y en el Casco Central los locales comerciales sacan partido de la mañana porque pasadas las 12:00 bajarán sus portones.

Y a las dos habrá sesión de Cámara Municipal en la Plaza Bolívar, para celebrar el Día del Evangelio.











Más de 198 carros por delante

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Y además vio como el vocero de un consejo comunal levantó los conos y la cuerda para que entraran, sin cola y sin número en Griffin, los conductores de los dos enormes 4x4 de un ferretero local. Fotografía: Morelia Morillo


Sobre las diez de la mañana de ayer, la mujer detrás del parabrisas, llegó a la cola de acceso a la Estación de Servicio PDV ubicada en el cruce de las avenidas Perimetral y Mariscal Sucre de Santa Elena de Uairén y, de inmediato, un hombre sin identificación, anotó el número 199, con betún líquido blanco,  sobre el vidrio de su vehículo.

Santa Elena es la última ciudad venezolana hacia el sureste profundo, de cara al Brasil. En Roraima, el estado brasilero fronterizo con Venezuela, un litro de gasolina cuesta 3,71 reales y en las calles de Santa Elena un real se cambia por al menos 35 bolívares.

En hora y media, encendió y apagó su carro en al menos siete oportunidades, se comió una torta hecha de harina integral, se tomó un litro de agua, se despejó las cejas, hizo varias llamadas y casi terminó de releer El leopardo al sol de Laura Restrepo.

Y también le cuidó el puesto a la conductora, taxista, del automóvil numerado con el 198, quien le confesó que debía ir a su casa pues le urgía ir al baño. Y además vio como el vocero de un consejo comunal levantó los conos y la cuerda para que entraran, sin cola y sin número en Griffin, los conductores de los dos enormes 4x4 de un ferretero local.


Desde hace alrededor de cuatro anos, la Alcaldía de Gran Sabana emitió un decreto regulando a 40 y 60 litros, dependiendo de la cilindrada, la cantidad de gasolina que cada carro puede cargar. Esto como parte del plan para reducir la cantidad de combustible en las calles y así su tráfico hacia el Brasil. Y, desde comienzos de esta semana, el tope se redujo a 20 litros por carro.

Muerte dulce en Ikabarú

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Ikabarú es  un pueblo en donde viven 2500 personas, al menos 80% de ellos mineros o vinculados al negocio del oro y el diamante, a 302 metros sobre el nivel del mar y a no más de 10 kilómetros de la línea limítrofe. Fotografía: Morelia Morillo


Ese sábado, el primero del mes de noviembre de 2014, “el Caporro” salió de Zapata hacia el pueblo de Ikabarú y, según José Barreto, concejal, en el sitio de Nelcy “brindó a la gente”.

Ikabarú es la segunda parroquia del municipio Gran Sabana, el territorio ancestral del pueblo indígena pemón, en la remota frontera sureste de Venezuela hacia el Brasil.

Ikabarú es también un pueblo de cuatro calles de granza roja, en donde viven 2500 personas, al menos 80% de ellos mineros o vinculados al negocio del oro y el diamante, a 302 metros sobre el nivel del mar y a no más de 10 kilómetros de la línea limítrofe.

Las casas de bahareque, de bloque, de madera, bajas y con techos de metal, están las unas muy cerca de las otras y hay muchas bodegas híper surtidas y con precios extraordinarios.

Ikabarú tomó el nombre del río. En pemón Ika’barú significa río de aguas hediondas. Se dice que, alguna vez, ahí se escenificó un enfrentamiento y que, al final, los cadáveres de docenas de indígenas flotaron sobre la corriente mansa, que se pudrieron, que el hedor era insoportable, que la pestilencia viajaba en el aire infestando kilómetros. El Ikabarú va a dar al Caroní, cuyas aguas producen en estos tiempos al menos 70% de la electricidad que consume el país.

Sobre los 40 del siglo XX, la población resurgió como un lugar minero. Zaida Almeida, la vicepresidenta del Concejo Municipal de Gran Sabana, habitante y docente de Ikabarú, estima que al menos 80% de los residentes de Ikabarú, viven de sacar oro y, a veces, diamantes. Zapata es uno de los caseríos en cuyas cercanías se extraen minerales preciosos. De ahí, según los allegados, salió “el Caporro” afortunado y dispuesto a celebrar.

Con sus 44, bajo y robusto, heredó la contextura y el sobre nombre de su padre, llegó a donde Nelcy brindó, jugó billar y se acercó a una mujer joven y bonita.

Era media noche cuando ambos se retiraron a la habitación que ella alquilaba en las mismas instalaciones del local, descrito por los vecinos como un lugar bien construido, limpio y con sus permisos al día. Seguramente, se fueron  sin despedirse, pero en el sitio continuó la fiesta.

A eso de la una, cuando apagaron la planta del pueblo, la música se silenció durante un segundo y cayó la noche repentinamente, pero, casi de inmediato, se encendió un pequeño generador y la luz, muy probablemente amarillenta y pálida y las chatarritas cobraron vida.

Zaida Almeida, quien durante décadas fue docente en Ikabarú, contó que el cupo de combustible de la planta fue eliminado. Se sabe que las autoridades apuestan a este tipo de restricciones para controlar la minería ilegal. Pero, ante la contingencia, quien puede y quiere da pequeñas cantidades de gasoil con tal de tener electricidad durante algunas horas por día.

Y, además, muchos se han hecho con pequeños generadores. En donde Nelcy tienen uno y lo encienden cuando falla el fluido del pueblo, para continuar trabajando y aprovechar las buenas rachas y el entusiasmo de la clientela que no siempre son buenos.

A seis y media de la mañana, “el Caporro” se levantó de la cama y, dejando a su acompañante dormida, salió de la habitación, compró dos cajas de cigarros en el local, en donde probablemente amanecían de juerga y regresó sin tardanzas. Encendió un cigarrillo, fumó, lo apagó, encendió otro, repitió la rutina y se volvió a dormir.

A medio día, cuando los vecinos avisaron al puesto de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), que había dos muertos en donde Nelcy, los efectivos recordaron que no tenían potestad para levantar cadáveres y se comunicaron con la división del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) en Tumeremo, a nueve horas de Ikabarú.

Los forenses llegaron al amanecer del martes. Los cuerpos ya estaban descompuestos.

Quienes acompañaron a los efectivos en el procedimiento, cuentan que la hediondez era inaguantable, que por eso los inyectaron con formol, los cubrieron con cal, los envolvieron en plásticos y los trasladaron a Santa Elena, la capital municipal, ubicada a 114 kilómetros de grietas, huecos y puentes de emergencia vencidos por el paso del tiempo.

En Santa Elena, sin más escalas que las obligatorias, las autoridades y algunos allegados los llevaron al cementerio de Manak Krü y los sepultaron.

A sus 25, la chica, natural de Trujillo y madre de tres hijos,  decidió venir a las minas en la frontera venezolana hacia el Brasil a probar suerte. Tenía dos o tres días en Ikabarú cuando conoció “al Caporro”. “La única que sabía en dónde estaba y lo que estaba haciendo era su hermana”, dijo Almeida quien aclaró que, en esos predios, “no todo es prostitución”, también hay cocineras y quienes se dedican a otros oficios.

La concejala recibió a una tía de la muchacha, le explicó lo sucedido, la consoló y le dio algo de dinero, producto de su sueldo, para que regresara a La Guaira, a más de 1300 kilómetros de Santa Elena.

Quizás si la planta hubiese estado en buen funcionamiento no ocurre eso”, lamentó Almeida.

Después de mucho llamarlos, quienes entraron a la pequeña habitación, se dieron cuenta de que la pareja no descansaba, se percataron de que ambos estaban muertos.

Mientras dormían, inhalaron cantidades mortales del monóxido de carbono que desprendía el pequeño motor, probablemente carburando con dificultad en un espacio escasamente ventilado. Con certeza, poco a poco se sumieron en un sopor, en un sueño cada vez más profundo y sin retorno, sin ni siquiera sensación de asfixia, la llamada muerte dulce.


Chirikayén: el gigante dormido sobre la Sabana

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La mayoría de los visitantes de la Gran Sabana, de los que llegan con ganas de caminar y explorar y especialmente los extranjeros, vienen con el propósito de subir el Roraima. No obstante, en las afueras del Sector Oriental del Parque Nacional Canaima, descansa el Chirikayén, conocido como “el indio acostado” por su perfil de gigante imperturbable. Fotografías: Cortesía de Benjamín Soto Mast



Es sábado, décimo día del año y finalmente pisamos el Chirikayén, después de al menos siete horas de caminata y un sinfín de días imaginando cómo será, de cerca, aquella mole con apariencia humana.

Al Chirikayén, un tepui, un cerro de cima plana ubicado en el extremo sur de la Gran Sabana, en las afueras del Parque Nacional Canaima, se le conoce como “el indio acostado” por su perfil de gigante imperturbable, dormido  sobre las extensiones infinitas del sureste profundo de Venezuela.

Abandonamos Santa Elena de Uairén, el principal centro poblado de la frontera venezolana hacia el Brasil, sobre las ocho del viernes nueve. Seguimos los pasos de Benjamín Soto Mast, un músico que se ha hecho guía de tanto andar y desandar sus propios pasos hacia los linderos del patio de su casa.

Cruzamos el río del cual toma el agua uno de cada tres de los habitantes de la localidad, a la altura de La Represa, en la comunidad indígena de Wará, y después comenzamos a subir, bajar y volver a subir.

Alternamos pendientes desnudas y espacios de bosques hasta alcanzar una sabana cubierta de espigas desde donde vemos un techo de zinc y cuatro hamacas a orillas de la selva. Suponemos que se trata de un campamento minero sobre el riachuelo que corre entre los árboles. Pero no vemos a nadie y en la distancia e inmensidad tampoco escuchamos nada.

En lo que va de año no ha llovido, pero ahora comienza a lloviznar y las nubes se concentran en torno al sitio a donde nos dirigimos. Lluvia con sol -y viento- ha llegado la hora de desenfundar los impermeables y seguir andando hasta las cuencas empantanadas. Intentamos cruzar sin mojarnos los pies, pero, eventualmente, nos hundimos hasta las rodillas. Entonces, toca andar con los pies aún más pesados.

Tras el último esfuerzo del día, llegamos a la base y descubrimos dos cosas: una casa de bahareque con sus puertas azules y ventanas herméticamente cerradas, en donde antes sólo había maleza. Muy cerca, siguen la cascada y un pozo verdoso y cristalino en cuyas aguas ahogamos el cansancio.

Pocas veces se puede ver el arco iris de principio a fin, pero en esta llanura lo captamos de un vistazo y en la noche dormimos con vista al tepui, que desde ese ángulo parece un cerro cualquiera y amanecimos con el cielo despejado y café caliente. Después de otro baño, de desayunar y desmontar campamento emprendimos nuevamente la caminata hacia el tepui atravesando una naciente y una sabana llena de hierba cortadera, una pica por donde hace tiempo no ha pasado nadie.

Con el sol como una lanza ardiente sobre nuestras cabezas,  trepamos  el flanco suroeste del tepui, aquel que de lejos parecía una rampa sin extremada pendiente. En 55 minutos a una hora y 20, alcanzamos nuestro objetivo. En la distancia, a 1650 metros sobre el nivel del mar, avistamos las montanas de Piedra Canaima, al sur de Santa Elena, pero nada de la presencia humana. Desde la cima, solo se miran selvas y explanadas.

Llegan los rezagados, tomamos agua, comemos frutos secos y echamos a andar. Al principio, el panorama es casi árido: muchas piedras, lajas y granza. Mas, en cuestión de media hora, el tepui se cubre de plantas acuíferas amarillentas, flores insectívoras, bromeliáceas, orquídeas mínimas blancas y magentas y agua que se derrama en todas las direcciones.

Caminamos desde lo que serían los pies a la cabeza. De pronto, el guía exige silencio.

Él dice que asustaremos a los animales del lugar, que se esconderán, que no podremos verlos. Y sólo así nos esforzamos por caminar sin soltar carcajadas ni expresiones de asombro.

De pronto, el líder de la avanzada anuncia que hay algo entre las plantas al borde derecho del camino que nos empeñamos en recorrer sin pérdida. Nos pide que nos acerquemos de prisa, pero sin ruido. Entonces, avistamos un oso melero. Lo diferenciamos de inmediato, su pelaje es claro y se agita ante el viento. Se escabulle, pero no para esconderse de un todo sino para dejarse ver, en todo su esplendor, sobre un promontorio de piedras al cual se trepa con calma.

Después, comenzamos a andar la montaña del oro. A mediados del siglo XX, en Chirikayén reventó una “bulla”, dicen que a ras del suelo afloraban los cochanos, las conchas del metal amarillo de alta pureza. Todo el que supo y pudo subió a buscar. Pero, a estas alturas, de aquella fiebre sólo queda la estructura metálica oxidada, de dos pisos, conocida como la Casa de Cristal. En  medio de la fiebre del oro, el gobierno la habría construido para fiscalizar la explotación. Por eso la edificación fue hecha de perfiles metálicos y vidrios que hoy son añicos. A mediados de 2014 se supo de una nueva furia minera en el sector, pero, al parecer, la comunidad indígena ordenó la fiesta hasta que cesó.

A metros de la Casa de Cristal, desolada y oxidada, pernoctamos la segunda noche, bamboleados por el viento, bajo un cielo limpio inundado por todas las estrellas. Luego, a lo largo de la noche, el cielo se nubló. Amanecimos sin vista, envueltos en una enorme nube que se deshizo cerca de las nueve de la mañana del domingo 11. Fue entonces cuando descubrimos el sector oriental del Parque Nacional Canaima en todo su esplendor, con sus tepui y sus sabanas infinitas y en dirección contraria Campo Grande, Paraitepui y los valles y montanas que llevan a El Paují e Ikabarú.
No hay límites para quienes miran desde el gigante dormido.

En pemón, el idioma de los habitantes ancestrales de estas tierras, Chirikayén es un vocablo que alude al lugar en donde abunda una especie de pajarito, un lorito pequeño llamado chirika. Pero esta mañana en Chirikayén sólo hay águilas de porte y vuelo imponente. Suben se posan sobre las piedras y se lanzan en picada, a planear sobre la inmensidad.

Ya procurando la ruta del descenso, descubrimos que sobre el tepui habitan algunos cactus, tan espinosos y amenazantes como aquellos de los desiertos de Lara y Falcón, en el centro occidente de Venezuela. Cohabitan estos espacios junto con las plantas que sólo pueden verse en estas alturas milenarias. Hay quienes dicen que el Chirikayén fue mucho más grande y que alguna vez se hundió permitiendo el ascenso de arbustos y otros extraños venidos de los lugares bajos.

Poco antes de comenzar a bajar la pared, el guía advierte que estamos en lo que él llama el valle de las serpientes porque en estos ambientes suele toparse con algunas de ellas y, casi de inmediato, comprobamos que su advertencia tiene mucho sentido. Demasiado cerca, encontramos una víbora de cascabel que, aún en guardia, se esconde bajo una roca como esperando a ver quien avanza primero. Preferimos cederle el camino, mientras ella continúa vigilando.

La bajada, por el muro oeste del tepui, hacia la comunidad de Chirikayén es definitivamente lo más exigente del viaje. Hay que afinar el pulso, la vista y andar lento y a paso firme. Mas una vez superadas las rocas sueltas, el reto es mantener el buen ritmo por los largos recorridos de bosque, alternados con las sabanas, nacientes de agua, ríos de selva y cauces caudalosos de jaspe verde y rojo.

Al salir del primer tramo de árboles de gran altura, descubrimos, ya a nuestras espaldas, el rostro del gigante rocoso y la estructura de la Casa de Cristal, corroída tras décadas a la intemperie.

Al llegar a la comunidad de Chirikayén, a 45 kilómetros de Santa Elena, nos espera la comitiva de seguridad. Su presencia nos sorprende, pues Gran Sabana sigue siendo un lugar tranquilo y seguro. Nos cuentan que, dos días antes, un Kanaima atacó a un joven causándole lesiones graves hasta dejarlo a poco de la muerte.

Para los pemón, un Kanaima es un enemigo oculto, casi siempre dotado de poderes mágicos, al que se le atribuyen todos los decesos inexplicables. En apariencia, un ser humano como cualquiera, pero con un extraordinario manejo de las plantas y de la sicología quien, sin embargo, sólo ataca a sus paisanos, jamás a los no indígenas.

Nos identificamos. Nos disculpamos por no haber avisado de nuestra visita. Les agradecemos por cuidar celosamente del río, de las sabanas, de las selvas y del tepui y nos despedimos con el firme propósito de volver, pero eso sí entrando por la comunidad y advirtiendo acerca de nuestro objetivo.  Atrás dejamos al gigante de piedra durmiendo inmutable sobre las cabeceras del Kanayeutá.





Ganar en reales y gastar en bolívares

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Ante la enorme y creciente diferencia entre los bolívares venezolanos y reales brasileros, los venezolanos traspasan la frontera para trabajar por lo que al otro lado es menos de un salario mínimo, por 500 ó 1000 reales y luego regresan a Santa Elena, la última ciudad venezolana hacia el extremo sureste del país. Entonces, milagrosamente logran para pagar en bolívares todo cuanto necesitan ellos y sus familias. Esto sucede desde hace relativamente poco, tal vez desde hace un año. Foto: Cortesía


Vicner, Raquel y Eva jamás pensaron poner un pie en el extranjero para ganarse la vida. Pero se les dio la oportunidad, sacaron cuentas y se enfilaron hacia el otro lado de la línea, para trabajar y cobrar en reales. Por estos días, el cambio entre los trocadores de la plaza ya pasa de los 55 por uno, si bien oficialmente se ubica en Bs. 2,19 por 1 real.

No se trata de emigrar, ninguna de las tres vive en Brasil, simplemente trabajan, comen y duermen y al cobrar regresan a Santa Elena de Uairén, a Venezuela para trocar y pagar en bolívares todo cuanto necesitan ellas y sus familias.

Vicner, separada de su marido y con dos hijas, estaba buscando empleo a comienzos de año. Entonces, una conocida llegó a su casa y le preguntó si quería trabajar en un restaurante en Villa Pacaraima.

Trabaja a metros de la calle Suapí, la principal vía comercial del pueblo.
Pacaraima, también conocida como BV8 o La Línea, es la localidad brasilera más cercana a Venezuela, un pueblo de 5 mil habitantes, la mayoría de ellos empleados públicos, agricultores o comerciantes.

BV8 prosperó de prisa entre 1990 y 2005, mientras que el cambio favoreció a los venezolanos, que compraban por docenas Calabresas, salchichas brasileras, productos para el cabello, hamacas, sombreros, sandalias Havainas y camisetas con los colores de la bandera del Brasil. Entonces, los brasileros venían desde Boa Vista y otros lugares de Roraima a trabajar en Santa Elena.

Vicner es Técnico Superior Universitario (TSU) en Higiene y Seguridad Industrial. Pero jamás ha ejercido su profesión. Sus compañeros de la universidad, los que se graduaron con ella y consiguieron emplearse, ganan de 8000 a 9000 bolívares. Alguna vez, trabajó en una farmacia, como vendedora. Ganaba sueldo mínimo. Era madre y ama de casa a tiempo completo.

Esta tarde, como durante el último mes y medio, comenzará a trabajar a las cinco, recogerá su cabello, se colocará su “gorrito de chef”, se lavará las manos y preparará y servirá alrededor de 25 cenas.

Cuando se casó no sabía ni freír un huevo. Aunque su mama tiene un restaurante. Ahora, hace hamburguesas y comida casera, feijão, arroz, carne, macarrão y ensalada. Aprendió a cocinar sin aliñar mucho. Dice que a los brasileros les gusta la comida con poca sal y apenas sazonada.

A eso de las diez, recogerá, limpiará y dejará el negocio listo para el día siguiente. Saldrá a las once.

Trabaja durante todo la semana, aún debe conversar con su jefe cuál será su día libre. En mes y medio no ha librado ni un día. Cobra 700 reales más habitación y comida.
Mañana, en la mañana, irá a Santa Elena, a 15 kilómetros, pasará un rato con sus hijas y les cocinará.

Las dos, de cinco y 11 años, viven con la abuela porque en Pacaraima cada vez es más difícil conseguir cupos en las escuelas para los venezolanos. Antes era fácil, alrededor de 200 niños y niñas venezolanos cursan estudios en BV8, pero ahora quienes deseen una matrícula deben comenzar por anotarse en la lista de espera y gestionar su visa estudiantil. Vicner probablemente logre inscribirlas para 2016.

“Yo he escuchado que aquí tratan mal a los venezolanos, que si venecos, que si tienen que salir de su país porque están pasando trabajo, pero a mí no me ha tocado (…) Yo estoy contenta, me gusta lo que hago y me gusta el ambiente. El clima me encanta y la gente es tranquila y con este sueldo”, al cambio logra al menos 40 000 bolívares por mes y no gasta nada.

En mes y medio, ya conoció a otros cuatro venezolanos en similares circunstancias: a la muchacha de la tienda de ropa íntima, quien gana 500 reales y sale temprano; al cajero del supermercado cercano, quien gana 1000 reales y trabaja durante todo el día y a una manicurista y peluquera. “El muchacho me dijo que se vino de Valencia por la inseguridad y porque estaba desempleado”.

A partir del primero de enero de 2015, el salario mínimo brasilero es de 788 reales, aproximadamente 333 dólares. Diariamente una persona debe ganar al menos 27,27 reales ó 3,58 reales por hora.

Raquel y Eva se alternan el cuidado de una anciana en Boa Vista.

Boa Vista, la capital del estado brasilero de Roraima, es una ciudad de aproximadamente 350 mil habitantes ubicada a 220 kilómetros de Santa Elena.

De momento, Eva está allá y Raquel en Santa Elena.

Hoy, con certeza, Eva se levantará sobre las seis, ayudará a la señora a salir de la cama y a asearse, le hará su café con leche y se lo servirá, junto a un pedazo de pan; pasarán la mañana juntas; probablemente, Eva limpiará un poco la casa; , hará el almuerzo, pescado de río, pollo o bistecs, arroz, ensalada y jugo; las dos harán la siesta; se levantarán, conversarán mucho; Eva hará la cena, una sopa de vegetales, tal vez y finalmente ayudará a la mujer a regresar a su cama.

“En Boa Vista me siento muy bien, no tengo necesidad de pagar comida ni habitación y por la situación que tenemos aquí, en Venezuela, que el dinero no da, esto me sirve. Yo allá no gasto nada. La señora hasta me paga el pasaje y en diciembre me regaló ropa para estrenar”, contó Raquel.

Raquel gana 1000 reales al mes, si bien ha escuchado que por oficios similares una mujer brasilera exige 50 reales por jornada, de ocho a dos de la tarde.

La segunda vez que viajó, en el carro por puesto que la llevó de Pacaraima a Boa Vista conoció a una muchacha de Maracay, estado Aragua, Venezuela, aproximadamente a 1500 kilómetros de esta frontera. Le contó que tenía un tío que trabajaba en el Aeropuerto de Santa Elena y que, a través de él, hizo contacto con la dueña de un kiosco de comida en Boa Vista. Gana 700 reales por mes.

Soto, músico de profesión, va a Boa Vista cada vez que un local nocturno lo contrata. Le pagan por el toque, el hospedaje, la comida y el transporte. En una noche puede hacer 200, 300 reales. Algunos de sus contratistas suelen bromear diciendo que con eso puedo vivir dos semanas en Venezuela.

“En el por puesto, ya he conocido a varios obreros calificados, soldadores, albañiles, que están trabajando allá. Van durante el tiempo que dure el contrato y regresan”.


En su sede de Pacaraima, la Policía Federal Brasilera suele ser rigurosa al momento de chequear el ingreso de los extranjeros. Por lo general otorgan permisos de estadía por 30 días y estos obviamente no incluyen derecho al trabajo. Quienes salen del país, más allá del tiempo fijado en los permisos, deben pagar una multa, también en reales obviamente.
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